Javier Vázquez Delgado recomienda: #ZNCine – La legalidad en Matrix. El derecho natural en un mundo virtual
La importancia de Matrix en el mundo del cine es algo hoy en día innegable. Hace veinte años tuvo lugar un auténtico hito del celuloide que, reinterpretando el Mito de la Caverna de Platón desde un punto de vista tecnológico, con un efecto 2000 cuyas consecuencias (la mayoría de ellas inventadas) hacían temblar al más pintado, la película protagonizada por Keanu Reeves y dirigida por las hermanas Wachowski batió records en taquilla y marcó un antes y un después en el género de las distopías.
Pues bien, toda distopía que se precie de serlo, oscila siempre en torno a un marco legal, esto es, a un conjunto de leyes, escritas o no, que convierten el mundo en el que la obra de ficción en cuestión se desarrolla en ese infierno que sus creadores nos sirven para disfrute y deleite del más mezquino respetable.
Aprovechando que cuando no están leyendo cómics, viendo películas, o ingiriendo pingües cantidades de cerveza y snacks del más diverso tipo, Luis Javier Capote Pérezse dedica a formar a los juristas del futuro en Derecho Civil como profesor universitario, mientras que Raúl Gutiérrez se bate el cobre como Abogado en los Juzgados que todavía no le han prohibido la entrada, ambos juristas y redactores han decidido aportar su particular visión de toda esta legalidad o falta de ella que impregna el mundo virtual de Matrix.
Hablar de Derecho es hablar de Leyes escritas, es hablar de Jurisprudencia, o lo que es lo mismo, de las distintas Sentencias de los distintos tribunales que pueblan un determinado territorio que interpretan dichas leyes y nos dan las herramientas para entenderlas.
Hablar de Derecho es hablar de vivir en sociedad, de establecer las reglas de juego que nos gusten o no, deben presidir toda relación entre personas, entre éstas y las Administraciones Públicas (entre las que se encuentra, por supuesto, el Estado) o entre las distintas Administraciones entre sí, siempre buscando la paz social y la reinserción de aquellos individuos que cometen los más viles actos, tan viles, que son castigados con la mayor dureza posible.
Sin embargo, el Derecho no está formado solo por las leyes escritas. Y es que, desde que el hombre tomó consciencia de que cuando llovía lo hacía para ricos y pobres por igual, de que cuando el sol salía y se ponía, todos los individuos lo percibían del mismo modo, entró en juego lo que los juristas llamamos Derecho Natural, que se contrapone al Derecho Positivo. Partiendo de definiciones más técnicas y que serían objeto de otro tipo de publicaciones y no de la que nos ocupa, podemos definir por tanto, el Derecho Natural como aquel derecho que se tiene por el mero hecho de ser persona, porque es lo innegablemente justo, concepción de Derecho Natural que sin ser la única, es la que más se acerca a los Derechos Humanos o los Derechos Fundamentales que hoy en día son la piedra angular básica sobre la que descansan las Democracias modernas.
Por el contrario, el Derecho Positivo sería solo la Ley Escrita y lo que las distintas Sentencias (La Jurisprudencia) interpretan de ella, por lo que no habría según los positivistas más derecho que el podemos encontrar en forma de Ley publicada, el cual ha de ser interpretado por los jueces.
El problema es que, el Derecho Natural llevado al extremo entronca con determinadas concepciones morales e ideológicas que dan al traste con cualquier tipo de ley escrita por mucho que sea más lógica; mientras que el Derecho Positivo por el mero hecho de estar escrito y publicado siguiendo los cauces legales habilitados para ello, toma por validas todas esas normas, aunque provengan de dictaduras o de sistemas marcadamente injustos.
Hoy en día, y salvando muchas definiciones, los juristas tendemos a manifestar que debemos de tener un Derecho Positivo que regule los aspectos básicos de la convivencia de los ciudadanos y del poder que el Estado tiene sobre ellos, pero sin olvidar el Derecho Natural que debe presidir todas aquellas leyes escritas para servir de faro a las mismas, plasmándose ese Derecho Natural, a su vez, en los Derechos Humanos, Fundamentales y en los Principios de Justicia en general que deben presidir toda relación jurídica.
Llegados a este punto, es muy probable que os preguntéis qué tiene que ver todo esto con Matrix. Si este redactor ha aprovechado la excusa del vigésimo aniversario de la película para publicar en este casa lo que en otras revistas de corte jurídico no le dejan plasmar. Es posible que así sea, pero toda esta introducción previa lleva a algo.
Y es que, cuando hablamos de Matrix, cuando vemos dicha trilogía, en especial la primera parte de la misma, vemos a Neo, un individuo que descubre que vive en un mundo virtual del que es forzado a escapar, para liberar al resto de individuos de esa pantomima en la que las máquinas han sumido a los humanos, siendo la realidad un páramo descorazonador donde un puñado de humanos forman la resistencia contra unas máquinas infinitamente más poderosos que ellos. Pues bien, cabe preguntarse si los humanos que están “enchufados” a ese mundo virtual que ellos perciben como real tienen derechos o leyes que les obliguen.
Esto es, en dicho mundo virtual ¿puede un ser humano por ejemplo exigir una subida salarial en ese trabajo que ejecuta día a día? ¿Puede ser ajusticiado un individuo por agredir a otro? La respuesta debe ser afrontada desde dos perspectivas distintas. En primer lugar, todo ello será posible si los diseñadores de dicho mundo virtual han decidido hacer a este real y verosímil hasta el punto de crear unas leyes para él. En segundo lugar, esta claro que si un ciudadano percibe el mundo en el que vive como real, tendrá aquellos derechos que la Ley de ese mundo que tan real le parezca le confiera, y puedo que incluso llegue a obtener otros de forma legal o extralegal, luchando por los mismos por los cauces que considere oportunos.
Sin perjuicio de esta pequeña reflexión, entramos a otro aspecto más complejo de esta reflexión de legalidad dentro del mundo virtual, y es aquella que entronca directamente con el Derecho Natural y que hablaría de los individuos que son “despertados” al tomar la pastilla que Morfeo les ofrece. ¿Tienen estos individuos el derecho a volver al mundo que han dejado atrás? ¿Pueden exigir una compensación por aquello que han perdido al abandonar ese mundo? Pensemos que Neo no hubiera percibido las consecuencias de seguir a Morfeo y a los suyos y hubiera perdido el control de una gran empresa, o su trabajo, o su familia, descubriendo que todo ello no son si no meras cadenas de datos más etéreas que el aire y el polvo que le rodea.
Por otro lado, ¿Qué Derecho Natural tienen los ciudadanos que siendo y queriendo ser despertados se revelan contra las máquinas? ¿Qué pueden exigirle a ese programador que les ha quitado todo? ¿Es el oráculo una especie de Defensor del Pueblo que abogue por sus derechos frente a las máquinas? Sí, lo sé, todas estas preguntas que como jurista me suscita el revisionado de Matrix una vez he adquirido una formación muy concreta en mi vida, que no tenía cuando con once años vi la película en cines no son probablemente las que las hermanas Wachowski querían que nos hiciéramos, pero la magia de su obra, la originalidad de Matrix está en que efectivamente, da pie a que nos hagamos estas y otras preguntas, buscando respuestas legales a dilemas que en principio jamás fueron planteados.
Francamente, ni como ciudadano, ni como espectador de cine, ni desde luego como jurista tengo una opinión clara y tajante en este debate que trato de desarrollar, siendo mi apreciación primaria y más básica que, en lo que se refiere a aquellos que fueron despertados y dejaron cosas de valor moral o económico atrás, que tendrán que conformarse con haberlo perdido, pues desde luego la resistencia jamás se preocupará por ello (toda vez que nadie es despertado contra su voluntad) y las máquinas ni siquiera se plantean ese tipo de cuestiones.
Sin embargo, en cuanto a los derechos naturales, aquellas prerrogativas más básicas que tenga el individuo despertado frente al mundo distópico en el que amanece entiendo que son las mismas que todo ciudadano en las disntas dictaduras que han pululado por nuestro mundo ha tenido y tiene: Derecho a la vida, a la integridad física, a la desobediencia civil más aguerrida, todo ello en pro de un sistema más justo. Y es que, seamos serios: Ninguna revolución se obtiene a cambio de nada.
Esperando que esta pequeña disertación haya sido de vuestro interés, y que quizás, a partir de hoy veáis Matrix u otras obras distópicas con otros ojos, doy paso a mi ilustre amigo y compañero Luis Javier Capote Pérez, y su reflexión sobre los aspectos de Derecho positivo que evoca este clásico del celuloide.
Una vez que mi compañero -y, sin embargo, amigo- Raúl ha reflexionado sobre los derroteros filosóficos del Derecho en el mundo -¿los mundos de Matrix?– me toca a mí llevar la discusión por otros derroteros y centrarme en el ámbito del Derecho positivo. En su repaso sobre los dilemas jurídicos que se desarrollan en el escenario imaginado por el tándem fraternal Wachowski, mi colega se ha decantado por una de las partes de la discutida dicotomía que, durante mucho tiempo, ha presidido el debate filosófico-jurídico, hablando del Derecho Natural. Yo, por mi parte, me encaminaré hacia la otra, la que se ha considerado en ocasiones como única, la del Derecho Positivo.
Cuando se habla de Derecho Positivo, se hace referencia al conjunto de normas que, en un momento y lugar determinados, están vigentes. El ordenamiento jurídico de un Estado, que regula las relaciones humanas del país al que corresponde, está compuesto por ese tipo de normas, organizadas de forma sistemática, conforme a criterios que incluyen la jerarquía o la competencia. Su finalidad es, a grandes rasgos, la resolución de los conflictos que se generan por la condición gregaria del ser humano y su maldición, la eterna persecución de la realidad. Las normas surgen para dar respuesta a problemas previos, derivados de la evolución de una sociedad. En los últimos tiempos -entiéndase por tales los que conforman la edad contemporánea- los cambios que han traído consigo los descubrimientos científicos y las aplicaciones tecnológicas derivadas de los mismos han abierto un amplio campo de labor en el que la ciencia jurídica debe afrontar las necesidades de problemas, dilemas y controversias de nuevo cuño. Matrix nos presenta un mundo en el que la tecnología ha permitido la hegemonía de las máquinas y el sojuzgamiento de una humanidad engañada en un mundo virtual. En 1999, eso podía parecer una lejana ficción con una vaga base científica pero ¿veinte años después? ¿Podemos decir, como en el tango, que no son nada o, como en la novela de Alejandro Dumas, comprobar que algunos presagios se hicieron reales y ciertas expectativas se malograron? Vayamos por partes.
Antes que nada, debo confesar que, cuando vi la película en el cine -en una entrañable sala de corte clásico, con sus pausas, su cafetería y sus simpáticas cucas- me pareció un encuentro entre la estética de Ghost in the Shell y el argumento de Los Caballeros del Zodiaco. Disfruté mucho con aquellos combates que me transportaban a los tiempos en los que le echaba un ojo a las películas «de kung fu» y, también es necesario que lo manifieste, siempre pensé que la primera entrega era una historia cerrada y redonda. De hecho, suelo olvidarme de las continuaciones, aunque hay que reconocer que el potencial de aquellas premisas era demasiado atractivo como para no tocarlo. Puede que la premisa -el duelo entre la creación que se rebela y el creador que se ve superado- no fuera nueva, pero el entorno en el que se movía sí que lo era. Internet era, a finales de los noventa, un novedoso juguete cuya influencia aún estaba por descubrirse. Eran los días en los que el mundo de los negocios se fijaba en la Red y la burbuja de las «puntocom» se inflaba, para luego reventar. Veinte años después, Internet es parte de nuestra vida cotidiana: llevamos teléfonos móviles que nos conectan al mundo y que no son otra cosa que ordenadores de gran potencia en miniatura; el consumo de literatura, música, cine, televisión o radio ya no está circunscrito a una parrilla o a la oferta del formato físico, sino que nos permite configurar un ocio y una cultura a la carta; podemos acceder a medios de comunicación de todo el mundo y parte del extranjero. ¿Estamos, pues, más cerca del mundo imaginado en la trilogía matricial? ¿Hay que preocuparse? ¿Sería buen negocio empezar a aprender artes marciales?
Desde mi punto de vista, dos son los aspectos que, a día de hoy, generan interés jurídico y que podemos encontrar en el mundo de Matrix. Por un lado, tenemos la cuestión -perenne en la ciencia-ficción- de la relación entre la humanidad y unas máquinas dotadas de raciocinio propio. Por otro, la disociación de la personalidad entre el mundo real y el digital.
Como he comentado un poco más arriba, la idea de la creación que se vuelve contra la humanidad ha dado para muchas historias, empezando por el moderno Prometeo de Mary W. Shelley. De hecho, el atormentado protagonista de la novela ha dado nombre a un complejo en el que está presente la premisa de que el ser humano no puede jugar a la divinidad y crear vida. La computadora Skynet de la franquicia Terminator o el Gran Ordenador de Érase una vez… el espacio, son solo dos de múltiples ejemplos y, después de todo, la palabra «robot» llegó a la cultura universal a partir de una obra teatral checa en la que unos seres mecánicos también se rebelaban contra sus factores. El propio autor, Karel Čapek, cayó en la cuenta de lo que había escrito se podía enlazar con otro mito de su tierra, el del gólem. En unos casos, la creación se desmanda y acaba haciendo más daño que bien; en otros, toma conciencia de sí misma y pasa de la condición de objeto de derecho a la de sujeto que, no solo pretende ser dueño de su existencia, sino, también, a invertir la relación con la humanidad. En la ficción hay muchos ejemplos pero ¿y en la realidad? ¿Existe, a día de hoy, la inteligencia artificial? ¿Hay algún mecanismo o programa informático que haya tomado conciencia de sí mismo?
La presencia de creaciones con apariencia de raciocinio no es precisamente. El programa Eliza de MIT y el ordenador Deep Blue de IBM son dos populares ejemplos pero la tecnología avanza, y podemos encontrar ejemplos como e-David -el robot pintor diseñado en la Universidad de Constanza- o AIVA (Artificial Inteligence Virtual Artist) un programa de composición musical que ha sido reconocido como el primer compositor electrónico. Uno pinta y el otro compone y, como consecuencia de ello, cabe preguntarse a quién corresponde la propiedad de sus creaciones. ¿A los equipos que crearon a estos «artistas»? ¿A las personas que los emplean? ¿Cabría la posibilidad de considerar que las propias creaciones son, a su vez, creadoras? El algoritmo de AIVA ha sido reconocido como tal, desde un punto de vista práctico pero ¿jurídicamente? ¿Qué sucedería si consideráramos que el programa es el genuino titular de los derechos de propiedad intelectual sobre las piezas musicales que genera? En el Derecho, la capacidad para ser titular de derechos conforma la personalidad jurídica. Una persona física o natural lo es -y se convierte en titular de dichos derechos, empezando por los fundamentales o humanos- desde el momento en que se corta el cordón umbilical. Sin embargo, existen precedentes en los que la capacidad jurídica ha sido otorgada a entidades que no eran seres humanos. En una combinación de ficción material y realidad jurídica, asociaciones, fundaciones y sociedades se han disociado de miembros, fundadores y socios para ser considerados como entidades independientes. ¿Podría hablarse de una «personalidad jurídica robótica»? Aún no pero, hace unos dos años, el Parlamento Europeo dictó una resolución, la cual incluía recomendaciones destinadas al tratamiento de las normas jurídicas en el ámbito de la robótica. El primero de sus considerandos lo dice todo: Considerando que, desde el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley al mito clásico de Pigmalion, pasando por el Golem de Praga o el robot de Karel Čaek -que fue quien acuñó el término-, los seres humanos han fantaseado siempre con la posibilidad de construir máquinas inteligentes, sobre todo con características humanas. La vieja preocupación de la ficción ya ha llegado al campo del debate jurídico.
El segundo punto que qudeiero tratar es el relativo al de la realidad virtual. En Matrix, la mayor parte de la humanidad vive encerrada sin saberlo en una realidad virtual, en tanto que las fuerzas rebeldes entran en la misma, siendo conscientes de la verdadera naturaleza de aquella. A día de hoy, se podría decir que cualquier hijo de vecino tiene una identidad virtual, construida a partir de su presencia en las redes sociales y lo que sucede en estas últimas puede tener consecuencias en el mundo real. Ocioso sería citar los casos de acoso cibernético o el penúltimo escándalo por el que «arden las redes» (al sol de poniente) para ilustrar algo que es bien sabido, pero me voy a centrar en algo que, siendo cada vez más común, no deja de resultar inquietante: la recreación virtual de personas difuntas.
La posibilidad de «revivir» digitalmente a individuos fallecidos no es, ciertamente, nueva. En 1991, Natalie Cole cantaba a dúo Unforgettable con su padre Nat «King» Cole, fallecido en 1965. Pocos años después, veía la luz un doble disco dedicado a la memoria del artista valenciano Nino Bravo, cuya prometedora carrera se había visto truncada por un accidente automovilístico. Los archivos fonográficos se recuperaron para que artistas de épocas distintas cantaran al unísono. Si nos movemos al campo audiovisual, es necesario recordar el aciago sino de Brandon Lee y la forma en la que se finalizó el rodaje de El cuervo, en el año 1993. Poco tiempo después, en el cambio de milenio, el fallecimiento del actor Oliver Reed también supuso el uso de técnicas digitales en Gladiator. En 2005, Steve McQueen «protagonizaba» un anuncio para un vehículo de la marca Ford y, más recientemente, la franquicia «starwarsiana» nos brindaba los retornos de Peter Cushing y de Carrie Fisher. Cada paso ha sido un avance en una tecnología que, al contrario que otros trucos del medio, envejece mucho más rápido. Sin embargo, aún estamos lejos de una recreación total. Las imágenes digitales se superponen a modelos físicos y la parte de voz también corresponde a otros intérpretes. Sin embargo, ya se está hablando de una «resurrección» plena y de la posibilidad de traer de vuelta a intérpretes como Cary Grant. La tecnología es, aún, económicamente inasumible, pero no es la primera vez que asistimos a un proceso de abaratamiento y generalización de la misma y, además, ya se ha hecho en el campo de la música.
Hace poco más de dos años, asistí a una conferencia sobre propiedad intelectual. En ella, una profesora ilustraba a la audiencia sobre la recreación digital de artistas, tanto vivos como difuntos. En este último caso, puso el ejemplo de la cantante taiwanesa Teresa Teng, fallecida en 1995. Su imagen y su voz habían sido digitalizadas, tomando como referencia las grabaciones tomadas de sus actuaciones en vida. El resultado final fue el de un holograma que, veintidós años después de la muerte de la artista, hizo una gira por los países en los que Teng había cosechado más fama y seguidores. El ejemplo ha cundido, hasta el punto de que, en estos días, un holograma de Roy Orbison -fallecido hace más de treinta años- está de gira, interpretando clásicos como Pretty woman o You got it. Proyectos similares se están abordando con artistas vivos, como quienes integran el grupo sueco ABBA pero ¿hasta qué punto se pueden tomar la imagen y la voz de una persona difunta, para recrearlas de semejante forma? Ambos aspectos forman parte de un derecho fundamental de la personalidad, como es el de la propia identidad. Nuestro nombre, nuestro aspecto, nuestra voz forman parte de quienes somos y, como aspectos inherentes de nuestra existencia, se extinguen a nuestra muerte. Solamente queda atrás un derecho que se transmite con la herencia, que es el de la salvaguarda del legado y la memoria de la persona difunta. Sobre esa premisa, familiares y parientes han dado o denegado los permisos para llevar a cabo una estas recreaciones, utilizando unas facultades que no estaban pensadas en origen para este tipo de prácticas. Un vacío en el Derecho es cubierto mediante la aplicación por analogía de una norma relacionada, pero siempre quedará la duda de preguntarse si la persona, de haber estado viva en el momento de la aparición de esta tecnología, habría consentido en este tipo de recreación. No es la primera vez que el legado de un difunto es empleado con fines comerciales, con la bendición o la activa colaboración de sus sucesores, pero aquí entramos en un terreno mucho más personal y, consecuentemente, delicado.
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