Javier Vázquez Delgado recomienda: Como un halcón (I): Poesía y pensamiento del superhéroe.
Las leyendas solo viven en la mente de quienes las recuerdan.
Jim Steranko.
¿Existe un hombre dentro del héroe? ¿No será más bien que existe un héroe dentro del hombre? Resulta bastante embarazoso constatar que apenas existe un puñado de cómics de super-héroes con un pensamiento reflexivo de fondo o un subtexto filosófico (entendiendo esto último como el mecanismo que permite crear nuevas maneras de pensar, de ver y de sentir en el mundo). Pero la idea del super-héroe (la idea de un poder que se utiliza no para dominar, sí no para servir) es extremadamente maleable. Es la encarnación del fin del milenio de los eternos deseos, temores y odios del género humano. En manos de guionistas y dibujantes valientes, en las circunstancias adecuadas, el super-héroe es el vehículo perfecto para plantearse algunas cuestiones profundas.
Nunca hubo tantos guionistas valientes, y circunstancias tan adecuadas, como la generación que invadió el comic americano en los años 80. Alan Moore, Frank Miller, Grant Morrison…fueron los únicos que, como generación, acercaron a los vigilantes enmascarados a las verdades esenciales del ser humano. La deuda que tenemos con ellos es la misma deuda que tenemos con Homero, Dante, Shakespeare, Milton o Arthur Miller. Solo nos hace falta el veredicto del tiempo para comprobarlo. Pero tampoco podemos olvidar que en sus carreras y en nuestras vidas tuvieron los editores, en la mayoría de los casos descreídos de la época hippie que estaban esperando un colapso inminente del medio donde trabajaban.
El cómic, como cualquier medio, es un organismo vivo. Necesita nutrientes para mantenerse en marcha, y aunque algunos pioneros valientes (Alex Raymond, Hal Foster, Will Eisner, Harvey Kurtman, Jack Kirby y algunos pocos más) aportaron nutrientes indispensables para que el cuerpo del comic pudiera mantenerse en marcha, a principios de los 80 el sistema de las viñetas sufría una anemia terrible.
Es necesario y conveniente apuntar que esa anemia creativa (que a la postre enterraría al medio en América en un ostracismo cultural que duraría casi cincuenta años, y que en cierto modo todavía perdura) fue la consecuencia de un auto-sabotaje. La DC Comics de Mort Weisinger había visto peligrar su lugar destacado en la industria durante toda la década de los 50. Inició una campaña en dos frentes para darle un vuelco a esta situación. Por un lado, anuló (mediante tratos y contratos poco éticos) la carrera de genios de la historieta como C.C.Beck o Jack Cole.
Por otro lado, aprovechó la ola de histeria puritana y anti-comunista impulsada por la administración McCarthy para poner en marcha un contubernio promotor de un mecanismo de auto-censura: el Comics Code Authority. Este sello indicaba que los comics habían pasado por un proceso de “limpieza” mediante el que se había eliminado cualquier elemento problemático. Elementos, claro, que resultaban ser el principal emblema de la competencia de DC: EC Comics.
La legión de británicos que marchó sobre el campo de la cuatriconomía treinta años después de estos eventos encontró al desembarcar en América un paramo yermo condenado a la extinción donde pudieron experimentar libremente en un clima apocalíptico. Lo único que mantenía el cuerpo del tebeo con vida eran las proteínas de Kirby, e incluso estas parecían ser insuficientes una vez los sueños de la era del “kennedyman” desaparecieron. Pero cuando los ingleses volvieron a casa, habían dejado, sin pretenderlo, una maquinaria perfectamente engrasada diseñada para triunfar en el sistema cultural capitalista.
Narrar lo que ocurrió entre los dos puntos de ese proceso dialéctico (así como desglosar las ideas y las influencias que todavía mantienen la máquina en funcionamiento) es el objetivo de esta historia. Espero que resulte interesante comprobar como desde cierta perspectiva puede entenderse que el origen del actual mundo post-informativo, del remix y los mash-up (un mundo, en definitiva, poblado por imágenes vacías de contenido) se encuentra en panfletos publicados en los arroyos del sistema cultural. Y espero que sea interesante comprobar que los motores que llevaron a un grupo de marginados a ser los reyes disfrazados de la cultura son los mismos que han movido a los hombres desde por lo menos los tiempos de la cólera de Aquiles: el poder, la soledad, el amor, el sexo y la ambición.
En cuanto a esas circunstancias adecuadas apuntadas más arriba, resulta interesante (y un poco perturbador) constatar que los grandes escritores parecen surgir en épocas históricas turbulentas. Dante escribió La divina comedia mientras Florencia oscilaba entre la destrucción total bajo la bota de los güelfos negros y la supremacía económica de Europa. Las obras de Shakespeare, y sus pensamientos acerca del poder, se vieron marcadas por la situación de una Inglaterra dividida por luchas religiosas. Milton compuso El paraíso perdido después de sobrevivir (a duras penas) a una guerra civil. Muerte de un viajante es la articulación perfecta de la sensación de derrota que invadió al americano medio después de la Gran Depresión. Moore, Miller y Morrison escribieron algunos de sus mejores comics bajo la amenaza inminente del holocausto nuclear.
Pero, ¿por qué cómics? ¿Por qué no novela, teatro o cine? Porque el cómic era el hogar natural de un vehículo perfecto para hablar de profundas verdades humanas: el super-héroe.
Si esto parece un tanto exagerado, hay que considerar que (como casi todo) Shakespeare ya lo hizo antes. Al igual que Moore, Miller y Morrison, William Shakespeare utilizó personajes del folclore y la cultura popular para trazar sus elaborados dramas. Al igual que Moore, Miller y Morrison, William Shakespeare logró encontrar belleza, sentido, orden y significado en un medio de expresión socialmente denostado. Por no hablar de que los temas, las obsesiones y preocupaciones de estos cuatro autores son en esencia los mismos.
No es que el comic-book americano no hubiera ofrecido nada bueno antes. ¡Ni mucho menos! The Spirit, por Will Eisner, se convirtió en una esponja que absorbía todo el zeitgeist filosófico de un país que marchaba a la guerra llevando consigo todas las contradicciones sociales y raciales que acababa de descubrir en medio de una Gran Depresión.
Los siguientes grandes renovadores tenían, como Eisner, una visión humanista, pero eran ciertamente menos optimistas. Además, con un poco de perspectiva, resulta bastante evidente que Lee y Kirby utilizaban alguna especie de manual de psicología para definir que clase de tara mental definía a sus superhéroes: la culpa (Spiderman), la duda (Daredevil), la codicia (Iron Man), el desarraigo (Capitán América), la marginación (La Patrulla-X), la represión (Hulk) y así ad infinitum. Además, todos estos encantadores lunáticos disfrazados parecían usar sus habilidades especiales para sublimar su propia anormalidad. Spiderman se cubre la cara por completo (es el único vigilante que lo hace). Daredevil es abogado, católico y además ciego. Iron Man tiene una batería por corazón. El Capitán América no envejece. La Patrulla-X vive en un gueto. Hulk se arranca la ropa y recorre desnudo los desiertos del mundo.
Este último caso es particularmente interesante, porque resulta que Hulk es, creo yo, la primera articulación consciente de un punto de vista psicológico en los comics. Además, supone un interesante giro respecto a las preguntas planteadas al comienzo de este artículo acerca del poder y de sus posibles fines.
Se dice que los seres humanos no tenemos más miedo al fracaso que al éxito. Si el éxito de un superhéroe se mide por la cantidad de luz que desprende, y la herramienta que le permite brillar es su poder, podríamos pensar que el problema de Bruce Banner/Hulk es que tiene demasiado miedo de brillar. Tiene miedo de sí mismo. O sea, es un reprimido. Hulk es la expresión de ese poder reprimido. Es un poder no templado por la sabiduría. Un poder destinado a hacer el bien que solo puede destruir.
Desde esta perspectiva ¿no es Bruce Banner un personaje odioso? ¿Quién es Bruce Banner? ¿Qué es Hulk? ¿Es un “quien”? ¿Son Bruce Banner y Hulk la misma persona? Ciencias mecanicistas (como la psicología o la física) dirían que puesto que Banner/Hulk comparten el mismo espacio, el mismo número de átomos y el mismo continuum mental (reaccionan igual, a una escala distinta, frente a los mismos estímulos y tienen los mismos recuerdos) son la misma persona. Pero este es un argumento demasiado simple.
No es esta una pregunta sencilla de responder, y si se fórmula de otra forma resulta ser la cuestión que ha marcado todo el pensamiento religioso y espiritual de Occidente, desde Cristo hasta Jung: ¿Es el mal algo inherente al hombre? ¿Nos ha sido dado o viene desde fuera? ¿Se sienta el Diablo a nuestro lado o lo llevamos dentro? ¿Existe un monstruo dentro del hombre? ¿No será más bien que existe un hombre dentro del monstruo?
Cierto es que Lee y Kirby no llegaron a conclusiones demasiado innovadoras con respecto a las planteadas por Stevenson o Jung: la no-aceptación de nuestra parte de noche solo conduce a la autodestrucción. Pero eso no importa demasiado. La originalidad no consiste en crear conceptos nuevos, sí no en reformularlos de maneras distintas.
Grant Morrison, en Supergods, resume a la perfección el talante de Stan Lee: “Sospecho que el de Silver Surfer era el lamento estremecedor del propio Stan Lee, de su alma adolescente torturada: en algún lugar, detrás de esa imagen tranquilizadora, de su pensamiento liberal y de su sonrisa de vendedor ambulante, se escondía esa sollozante máscara de acero.” Moebius, por su parte, opinaba que “Estela Plateada refleja una visión profunda y muy personal, la de un hombre que se siente muy pesimista respecto al mundo, pero que aun así logra atemperar esa visión con idealismo y esperanza. Creo que muchos de estos temas –la soledad, la falta de comprensión, la lucha por la verdad- están estrechamente relacionados con la vida de Stan.”
Jack Kirby tenía ideas diferentes acerca de los dioses. Kirby había luchado en la 2ª Guerra Mundial. Se le habían helado los pies en la línea Sigfrido. Los ecos de los Hitler, los Franco y los Mussolini podían escucharse en las rimbombantes declamaciones del Doctor Muerte, de Galactus, de Surtur y de Darkseid (este último contaba con su Goebbels particular: Dessad). Los héroes que se enfrentaban a estas encarnaciones del caos eran, en el fondo, valerosos chicos americanos de la época de la depresión: rudos, fuertes, leales, íntegros y apasionados.
Lee y Kirby cogieron el lenguaje del Antiguo Testamento, de la mitología griega y de las Eddas y lo adaptaron para la generación hippie. En sus manos, la lágrima de una niña podía destruir tantas galaxias como el bramido de un dios. Era difícil que los chicos de los 60 no vibraran extasiados delante de dos hombres que convertían en tragedias cósmicas temas que conocían muy bien: el conflicto generacional, la soledad, la alienación y el triunfo supremo del bien. Por separado, era difícil cogerles el punto a Lee (demasiado introspectivo) y Kirby (demasiado “old school”), pero cuando estaban juntos y trabajaban a máximo rendimiento, eran capaces de reinventar la épica prácticamente en cada página.
Steve Ditko era más terrenal. Sus sórdidas calles heredadas de Eisner, su manera de dividir el tiempo en las páginas, sus personajes retorcidos, sus temas predilectos y su filosofía influenciaron a la generación de los 80 de una manera mucho más profunda que los emocionales dioses espaciales de Lee y Kirby. No obstante, también tuvo tiempo de dibujar vastos psicodramas espaciales en las páginas de Dr. Extraño. Metáforas enormes de dramas humanas que despejaron el camino para la generación que tendió un puente entre los padres de la historieta de super-héroes moderna y sus hijos díscolos.
Roy Thomas (antiguo profesor de literatura y una especie de “Stan Lee secundus”) dio en la diana con La guerra Kree-Skrull, una ópera rock que quería abarcarlo todo, desde el sufrimiento de la más minúscula hormiga hasta la mortal tristeza que debe sentirse, supongo, al desvanecerse en el extremo más lejano de una galaxia moribunda. Cuando hizo que Rick Jones salvara los muebles del universo a base de pura imaginación, Thomas (quizás sin saberlo) dio permiso a los héroes para saltar al Camino del Tao a la búsqueda de la verdad última: ellos mismos.
Jim Starlin había servido en Vietnam, era adicto al ácido, tenía tendencia a convertir a sus protagonistas en alter-egos y en él latía un conflicto sin resolver con la figura de su padre. En tres de estas características era sorprendentemente similar a los Moore y los Morrison que vendrían después.
El primero de sus alter-egos, y quizás el más famoso, resultó ser El Capitán Marvel, un super-héroe cósmico sin fuste creado por Roy Thomas. A manos de Starlin, el buen Capitán sufrió un tremendo mal viaje. Al sentir de repente y en sus propias carnes todo el dolor global que causa la guerra, el héroe se da cuenta de que “el universo no necesita un guerrero, sí no un protector”, y después se echa a llorar. De nuevo, el viejo concepto del poder utilizado como excusa para servir, y no para dominar.
La némesis de Marvel se llamaba Thanos, y pretendía erradicar la vida del Universo para cortejar a su amada Muerte. Thanos era Lucifer, Drácula, Joker y Darkseid, todo a la vez. La parte oculta, molona, depresiva y atractiva que Marvel (y todos nosotros también) llevaba dentro. Con Thanos, Starlin abrió la puerta para que el nihilismo existencial se colara en los tebeos.
Se ha mencionado anteriormente que quizás Jim Starlin comparta con uno de sus herederos más destacados (Grant Morrison) un conflicto paterno filial latente. Ambos vivieron en sus propias carnes lo que supone perder a un padre. Ambos convirtieron sus obras maestras (La muerte del capitán Marvel y All-Star Superman) en elegías hacía sus padres difuntos. Ambos equipararon el desencanto y la desilusión hacía sus progenitores con el fin de toda una era. Dicen que uno se hace mayor cuando descubre que su padre no es un héroe. Starlin y Morrison convirtieron esa idea en arte.
De todos modos, es ilógico pensar que los comics cósmicos que triunfaban (que triunfaban de verdad) allá por los setenta tenían algo que ver con las paranoias existenciales de Jim Starlin. Sería como pretender creer que Coppola o Scorsese son los grandes triunfadores de la era del Nuevo Hollywood. En términos cinematográficos, Starlin era Scorsese o Cassavettes mientras que Chris Claremont era Steven Spielberg.
Al igual que el mago judío de Hollywood, Claremont redefinió la manera en la que los personajes se relacionaban entre sí y con los lectores. Por primera vez, los superhéroes (en este caso, los ya no tan adolescentes miembros de La Patrulla-X) eran auténticos marginados. Niños perdidos que encontraban una familia sustituta en el apoyo de otros marginados como ellos. Y al igual que Spielberg, Claremont tiñó sus guiones y los conflictos que en ellos habitaban con una imaginación desbordante que parecía no tener límites. Parecía darle igual visitar los campos de concentración de la Europa nazi que visitar imperios estelares moribundos o futuros distantes o pasados.
Claremont era británico. Cuando Marvel puso sobre la mesa la idea de crear un superhéroe británico, Claremont se puso el primero en la fila. Brian Braddock tenía un aspecto y un carácter eminentemente ridículo, y nada hacía presagiar que (después de la marcha de varios guionistas ilustres) sería la primera piedra de toque de un escritor que caería como un rayo sobre la cuatriconomía. ¿Su nombre? Alan Moore.
Alan Moore descendió del mundo de las ideas y aterrizó en el mundo material (así es como él definiría nacer) el 18 de Noviembre de 1953. Su patria natal es Inglaterra, y más concretamente Northampton, el tradicionalmente considerado centro neurálgico de la magia y la historia británica.
Por lo que podemos inferir de sus frecuentes entrevistas, Moore era un chico extraño de clase media baja, tirando a pobre. Sensible y atormentado, estaba franca y auténticamente obsesionado por los cómics americanos que entraban en Inglaterra apilados en barcos mercantes. Curt Swan, Jack Kirby y Robert Crumb (por este orden) se convirtieron en sus principales referentes. Moore fue admitido (gracias a su portentoso y extravagante intelecto) en una escuela de niños ricos, pero pronto la abandonó porque (en sus propias palabras) “no estaba interesado en participar en un juego que no podía ganar”.
A los 16 años fue expulsado del instituto por traficar con LSD. Para poder subsistir, se vio obligado a aceptar un empleo como limpiador en un matadero. Quizás las visiones de reses muertes y desmembradas que llegaban hasta aquel cerebro quemado por el ácido pudieran explicar muchos de los eventos que vendrían después. Nunca lo sabremos, pero todo es posible.
Cuando Moore tenía 21 años, su primera esposa (Phyllis) se quedó embarazada (de una niña que a la postre acabaría convirtiéndose en la guionista Leah Moore). El pobre Alan parecía destinado a acabar engrosando las filas de los perjudicados por la tremendamente clasista jerarquía social inglesa. El dolor que alguien como Moore sentía al ver sus horizontes limitados a limpiar baños, beber en el pub y sentir nostalgia era algo tremendo.
Por fortuna, estaba llegando a Inglaterra un movimiento singular, tanto por su motor filosófico como por su corto desarrollo en el tiempo y su enorme influencia. El período comprendido entre 1974 y 1977 fue la época del punk, la época del “hazlo tú mismo”. Un tiempo donde cualquiera con un mínimo de talento podía escribir, cantar o pintar sin que la técnica o el dinero importaran una mierda. La veda se había abierto para los extraños y sensibles niños depresivos de los barrios obreros, y un Moore que sentía que ya había desperdiciado más oportunidades de las que un Dios en su sano juicio daría a cualquiera comenzó a dibujar viñetas para los periódicos y las revistas de música.
El punk (y la política) también llegaron a los cómics ingleses. Tradicionalmente, el mercado editorial británico estaba dominado por las copias o reimpresiones de material americano y por las historias bélicas de la editorial Fleetway. Estas últimas historias no eran necesariamente belicistas ni conservadoras. Aun así, el contraste entre la generación de historietistas que habían luchado en la guerra de Europa (con su integridad y su clasicismo de la vieja escuela) y sus hijos rabiosos que ardían en la selva del Vietnam era bastante acusado. Tan acusado, de hecho, que estos hijos rabiosos acabaron cansándose de la condescendencia de sus padres y pusieron en marcha sus propios proyectos.
Pat Mills y John Wagner fueron los promotores del experimento más exitoso y longevo de la época. Para explicar con qué tipo de cosas vibraban estos hippies locos es conveniente hacer un repaso a sus personajes más carismáticos, todos ellos nacidos en las páginas de 2000 A.D. El Juez Dredd es un policía fascista en un mundo totalitario encargado de hacer cumplir una única ley: su ley. Johnny Alpha era un mutante excluido de la sociedad que trabajaba como cazarecompensas. Rogue Troper es un soldado torturado por sus dilemas morales y por la estupidez de la guerra. Efectivamente, Mills y Wagner hacían lo que podían para insultar de la manera más creativa posible a Margaret Thatcher y a los tories.
2000 A.D se convirtió en un refugio donde los niños marginados de las sucias calles de Inglaterra (entre ellos, Alan Moore) podían encontrarse entre sí y también encontrar su propia voz. Estos adolescentes tardíos acabarían convirtiéndose en la mejor generación de guionistas que ha dado la historia del medio.
Tras varios años fogueándose en los periódicos y en las historias cortas de ciencia ficción de las revistas de Mills y Wagner, Moore sintió que su siguiente paso natural debía ser una serie mensual. Siendo sinceros, a Moore tanto debía valerle El Capitán Britania como cualquier otro enmascarado. Lo único que quería era poner a prueba sus armas con un arquetipo de verdad.
¿De qué armas estamos hablando? No está claro que Moore hubiera leído Superfolks (la novela paródica de Robert Mayer protagonizada por un superhéroe sometido a las leyes causales de los tebeos mientras se ve obligado a vivir en el mundo real) cuando escribió Capitán Britania, pero en cualquier caso Moore ya parecía tener claro sobre que tres pilares iba a sostenerse su escritura (al menos hasta From Hell): una perspectiva realista del mundo en el sentido platónico del término, un estilo referencial y post-moderno y una visión nostálgica, dolida y critica acerca del pasado y de los ídolos que antaño lo poblaban.
Moore entendía que una figura arquetípica (en este caso un héroe) desplazada de la dimensión mítica en la que ha sido concebida y en neutro (es decir, sin estar contaminada por la visión de un autor en concreto) es en esencia ridícula. El primer autor que inyectó estas ideas venenosas a la literatura era, como no podía ser de otra manera, español. Cervantes disfrutaba de ese carácter tan nuestro que nos lleva a autodestruirnos de forma cíclica, y disfruta también del primer puesto en una hipotética y borgeana lista de escritores satíricos (Cervantes, Sterne, Kafka, Orwell…) al pertenecería un Alan Moore que convertiría a Brian Braddock en un pelele super-poderoso, sí, pero un tanto imbécil. No es solo que nuestro supuesto héroe no pudiera pelear contra las fuerzas oscuras de un mundo cada vez más listo, más fuerte y más cruel, sí no que ni siquiera era capaz de entender contra que estaba peleando.
Moore se convertiría, con el tiempo, en un autor de pocas ideas (aunque las que tuvo resultarían ser muy potentes). La fuerza de su genio reside en la profundidad, la amplitud y la precisión con la que es capaz de diseccionar esas ideas. Un concepto, por cierto, el de la disección, planteado en Capitán Britania por primera vez y después repetido en La Cosa del Pantano. Una disección que no es solo física, sí no que, después de la muerte del héroe, se convierte en una herramienta narrativa perfecta para que Moore pueda hacer una declaración de intenciones: ha venido para reconstruir al héroe y convertirlo en algo, quizás no mejor, pero desde luego más humano.
Esto último (esa compasión y empatía por lo humano) es lo que siempre ha diferenciado a Moore de esa raza de pretenciosos escritores post-modernos que ejercen el noble arte de ser mamporreros (y lo que siempre ha convertido en grandes escritores a buenos escritores). Moore nunca olvida que por debajo de los arquetipos, de los trajes y del ridículo laten corazones y universos desconocidos en expansión.
Otras ideas que darían en un futuro bastante credibilidad ideológica a Moore (ese super-héroe inmerso en una Inglaterra totalitaria), están presentes en Capitán Britania; así como también la influencia estructural de un Chris Claremont (ese universo narrativo en expansión que parece no tener límites) que cogería el testigo de Moore en la serie conocida como Excalibur, dibujada por el artista titular de Moore durante su etapa en la serie: Alan Davis. Claremont tenía el privilegio de trabajar con las estrellas más brillantes y con todos los talentos emergentes que necesitase. Entre estos últimos destacaba uno de forma especial. ¿Su nombre? Frank Miller.
Frank Miller nació en Maryland en 1957, el año del Sputnick y del nacimiento de la Edad de Plata merced a la habilidad de Julius Schwartz y Carmine Infantino. Miller era un niño extraño, incluso para los estándares de los fans de los comics. No disfrutaba en un sistema de educación pública en la que “no se enseñaba nada acerca del bien, el mal y la verdad”. Se aficionó a los cómics, pero solo a los dibujados por Steve Dikto o Will Eisner. También le gustaba el Superman de la Fleischer. Le encantaba la fantasía, pero le resultaba imposible identificarse con las enrevesadas tramas de la novelas de ciencia ficción. Lo que le apasionaba, lo que de verdad le apasionaba, era el cine.
Welles, Hitchcock, Capra, Houston, el noir, el western…tampoco es que sus gustos cinematográficos fueran muy acordes con la época en la que le tocó vivir. Con el tiempo, Miller llegaría a la conclusión de que no eran las historias lo que de verdad hacía latir su corazón, sí no el drama oculto tras ellas. Con el tiempo, Miller llegaría a la conclusión de que no era el dibujo lo que de verdad hacía latir su corazón, sí no la síntesis pictórica perfecta oculta tras el trazo y que permitía transmitir cantidades de información enormes de maneras nunca antes vista.
Mientras que Moore era un obseso del contenido, Miller era un estilista de primera. Mientras que Moore era un realista platónico, Miller era un idealista en el sentido filosófico del término. Mientras que Moore era un escritor de izquierdas, Miller bien podría ser calificado como de derechas (si es que esos términos tienen algún sentido). Ninguno de los dos creía en ídolos. Los dos sabían que los héroes no vendrían a rescatarnos. Solo el hombre podía salvar al hombre.
Moore dedicaría gran parte de su carrera a definir qué es exactamente un héroe, mientras que Miller se dejaría los cuernos para averiguar en qué consiste ser un hombre. Spiderman era su personaje preferido, y el hombre-héroe con el que más ganas tenía de trabajar. Las primeras historias que dibujó para Marvel comics estaban de hecho protagonizadas por el arácnido. Pero la vida es extraña, y Miller acabaría al mando del apartado gráfico de la colección principal del invitado en aquellas míticas y primerizas historias: Daredevil.
Miller llegó a Nueva York, sin un centavo y sin un amigo, cargando con el loco sueño de dibujar cómics. Neal Adams le dijo que no sabía dibujar. Will Eisner le dijo que no sabía narrar. Miller se dijo a si mismo que podía aprender, sí lograba no morir de inanición. Como tampoco tenía un techo, se pasaba las noches en lo alto del Empire State a dibujar la ciudad brillante a sus pies.
Miller solía matar en el tiempo en despacho de Neal Adams, un pionero del realismo fotográfico, de la narración cinematográfica y ultra-dinámica y también de los derechos de los autores. Cuando no estaba dibujando, delirando o hablando con Adams, Miller jugaba al tenis con Denis O´Neil, el hombre que junto con Adams había llevado a Hal Jordan a las sucias calles del mundo real.
Es un momento mítico en la historia del cómic de super-héroes (Grant Morrison opina que fue el pistoletazo de salida de toda “la edad oscura” que vendría después) y merece la pena que nos detengamos en él. Hal Jordan no ha sido siempre el super-policía fascista que ahora conocemos y amamos. En las manos del colocado orientalista John Broome, Jordan (un piloto de pruebas) lo había mandado todo a paseo y había salido a patearse los caminos del Dharma. Como Keruac, Hal quería reencontrarse con las cosas mundanas después de que alienígenas azules del espacio le enviaran a luchar a una galaxia muy, muy lejana. Pero (como O´Neil bien sabía) no existen las flores en el mundo real.
En el primer número de O`Neil y Adams, Green Lantern y Green Arrow deben enfrentarse a un propietario sin escrúpulos que pretende derribar un edificio y dejar en la calle a sus inquilinos. Un anciano negro se acerca a Hal Jordan y le espeta que (aunque se ha sacrificado infinidad de veces por gente con la piel morada, turquesa o naranja) nunca le ha visto hacer nada por los pieles negras. Un aturdido Hal no puede hacer otra cosa que agachar la cabeza y darle la razón.
Nos encontrábamos ante un héroe de ficción topándose de frente con sus propias limitaciones. Más que eso. Nos topábamos con un auto-reconocimiento del super-héroe como agente del status-quo. Miller aprendió unas cuantas cosas de O`Neil y Adams. No es descabellado pensar que Miller habría aplicado en Peter Parker las mismas técnicas que aplicó para destruir y para reconstruir a Daredevil, al igual que a Moore le daba exactamente igual sobre que héroe probar sus teorías. La primera revolución de los que podríamos denominar El Evangelio según Miller fue, sin embargo, gráfica. Las aventuras de Matt Murdock habían estado marcadas por la labor a los lápices de Gene Colan, un artista neo-clásico especialmente relevante en lo que a dramatismo del movimiento, composición, creación de atmósferas y contrastes lumínicos se refiere. El enfoque de Miller era radicalmente diferente y moderno.
La influencia en la obra de Miller de Steve Ditko y Will Eisner es evidente. Tan evidente que casi se ha convertido en un cliché. Lo que pasa con los clichés es que cuando se solidifican con frecuencia se convierten en cristales opacos, tan transparentes que con frecuencia impiden ver lo que hay detrás.
En este punto es necesario volver a destacar la gran influencia que el cine tuvo en la obra de Miller. Quizás así podamos entender porque supuso un cambio de paradigma tan profundo. El comic antes de Miller tenía sus propias reglas. Mejores o peores, escritas o no, pero las tenía. En líneas generales, los artistas que trabajaban en el medio concebían las palabras y los dibujos como medios autónomos que confluían sobre el mismo papel y que reiteraban la misma información. Ahora resultaría inconcebible escribir un cómic así, pero, aunque lo hayamos olvidado, en esa época no existía otro tipo de cómic (siempre había felices excepciones, claro, como los Eisner americanos o los Pratt europeos).
Obsérvense los siguientes ejemplos. Podemos inferir una gran cantidad de información con pura información visual (sabemos si los personajes están contentos, tristes, pensativos, si son solitarios o amistosos, si están en peligro o no):
El lenguaje del cine, en cambio, había desarrollado un sistema de construcción de imágenes que permitía transmitir grandes cantidades de información mediante una iconografía heredada de la tradición pictórica (es decir, mediante la luz, la composición, la disposición de los elementos en el plano y el color). He aquí el verdadero motivo por el que, creo yo, el cómic no ha gozado del mismo reconocimiento que el cine (es una cuestión que tiene ramificaciones políticas y económicas, pero en cualquier caso es una distinción artificial producida por las olas de la historia, no características inherentes a estos medios de expresión). Miller se trajo consigo el sistema de construcción de imágenes del cine.
Alan Moore, en un artículo publicado cuando Frank Miller todavía escribía y dibujaba regularmente Daredevil, expone un ejemplo interesante. En Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), y atención al propio título de la película, un soldado cae enredado progresivamente en las excusas y las mentiras que su oficial al mando le ofrece ante un fracaso militar. A nivel visual, la conversación tiene lugar mientras ambos caminan por un laberinto de oficinas y puestos de mando. Frank Miller representa a Batallador Murdock (el padre de Matt) “ahorcado” entre los anillos de humo que salen del puro del patrocinador que, a la postre, será el causante de su muerte.
El segundo punto capital de El Evangelio de Frank Miller sería una revolución literaria, un cambio de paradigma en la construcción dramática de las historias. Esta revolución nacería en Marvel por circunstancias puramente casuales, pero encontraría su máxima expresión en la DC de la época. Y sí, aunque todavía no hemos hablado de poesía a lo largo de este texto, podemos garantizar que estamos a punto de sumergirnos con alegría en ese charco en particular.
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