Javier Vázquez Delgado recomienda: Como un halcón (II): Poesía y pensamiento del superhéroe
Enlace a la primera parte:
https://www.zonanegativa.com/como-un-halcon-i/
Para entender cómo funciona la dramaturgia de Frank Miller debemos extrapolar un poco, y remontarnos nada menos que hasta Richard Wagner, no por nada el hombre que le puso nombre al drama wagneriano. El famoso compositor alemán construía sus obras a partir de una particular teoría del weltanschauung o “arte total”. Una síntesis perfecta de las artes connaturales al espíritu del hombre: música, danza, teatro y poesía (esto quizás podría recordarnos a la prematura visión de Miller de la naturaleza imbricada de las imágenes y las palabras; a veces es bonito y reconfortante pensar que todas las ideas geniales provienen de una misma fuente o de un tipo de temperamento determinado).
Wagner entendía la música no como un medio autónomo o abstracto (consideraba que una música creada con esta intención no dejaba una impronta o una impresión lo suficientemente duradera), sí no como un reflejo de la psicología del personaje. La concepción de Miller respecto al dibujo es la misma. Para él, el arte gráfico (construido a partir de un sistema de imágenes heredado de la pintura y el cine) es una herramienta narrativa que transmite el mensaje central en un plano simbólico. Un poco, y de nuevo, como ocurre con la fotografía en el cine.
Ahora bien, más allá de consideraciones abstractas, ¿qué aporta exactamente Miller a la mitología de Daredevil? Y no estoy hablando de Elektra, Kingpin, Bullseye, Stick y otros personajes de lo que se ha hablado ya largo y tendido. Hablo de un asunto de un calado más profundo. Hablo de una concepción cotidiana de la religión.
El mundo de los cómics es, al contrario de lo que pudiera parecer, un espacio bastante laico. Las concepciones religiosas de las historias superheroicas se dividen básicamente en dos. Tenemos por un lado a personajes que son propiamente dioses, como Superman, Wonder Woman o Thor. Por otro lado, autores como Alan Moore o Neil Gaiman conciben la religión desde un punto de vista post-moderno: ideas o entes ajenos que definen la realidad y sobre las que se puede reflexionar. En los dos casos, son apreciaciones realizadas desde fuera de la experiencia humana, por una conciencia superior o no. Pero la mayoría de nosotros no poseemos una conciencia superior. Tampoco tenemos una biblia en la mesita de noche ni vamos a misa diaria, pero la fe (de forma tácita y sutil) forma una parte importante de nuestra mentalidad cotidiana (entendiendo fe como una guía inconsciente de nuestras actitudes y sensibilidades). Después de 5000 años de religiosidad, no es extraño que busquemos respuestas en lo trascendente.
Un poco como le pasa a Matt Murdock. Desde este punto de vista, Miller aportó una pregunta nueva e interesante a la ontología del superhéroe: ¿existe alguna relación entre la religiosidad y el vigilantismo?
Creo que en este punto sería interesante comentar el principio del doble poder. Este principio asume que una gran capacidad para el bien tiene una gran capacidad para el mal, y viceversa. Aplicada a la religión esto puede implicar que la fe es tanto una fuente de debilidad como de fortaleza. Para Matt Murdock, para cualquier vigilante, ¿es la fe una fuente de debilidad o de fortaleza? Para responder a esta pregunta es necesario definir que es la fe, y diferenciarla tanto de la religión como de la superstición. Esta última se define como la reacción visceral y el deseo de control que experimenta un ser aterrorizado frente a un mundo ajeno e incomprensible. Es una muleta. La religión tiene una dimensión social. Implica un acuerdo (consensuado o no, pero frecuentemente explicito) acerca del modo más adecuado de relacionarse con los trascendente. La fe, en cambio, implica un compromiso total con el origen trascendente de todo lo bueno. Para un vigilante, el origen trascendente de todo lo bueno es el bien ajeno.
Por supuesto, esto no deja de ser problemático, ya que implica una visión muy personal e individualista del significado del bien y del significado del mal. Pero tampoco puede negarse que para Matt Murdock está particular disposición del alma es algo positivo. La espiritualidad es para Daredevil algo muy parecido a su extraordinario radar: una herramienta que le permite tener un punto de vista diferente sobre las cosas, así como también (siguiendo las palabras de libro de los Corintio) vivir en fe y no en visión.
Para cuando Miller estaba a punto de dejar Daredevil, el personaje, su mundo y la industria donde había florecido sufría ya cambios irreversibles. Miller aprendió que una de las ventajas de comenzar a trabajar en un título abocado a la extinción es que podía salirse con la suya fácilmente. Cunado sus tebeos vendían tanto como La Patrulla-X de Claremont, ya no había nadie que pudiera detenerlo. Elektra (la sexy asesina ninja pareja de Daredevil y basada en la Sand Saref de The Spirit) había enamorado a los lectores.
A pesar de lo que pudiera parecer, no había nada de feminista en Elektra. Miller necesitaba drama, así que necesitaba un amor de Murdock al que matar. Cuando Miller se lo dijo a Jim Shooter (el editor jefe de Marvel), este se llevó las manos a la cabeza. Miller entró en el despacho de Shooter y le dijo simplemente:
-Tengo una historia. Necesito matarla.
-Cuéntame la historia, Frank –dijo.
Miller se la contó y Shooter le dio luz verde. De todos modos, a partir de este punto Miller comenzó a perder el interés por trabajar como subalterno en series. Había aprendido cosas de Neal Adams, además de a dibujar. “Si podía irme a DC y llevar a mis fans conmigo sería muy importante para mí. Una declaración de intenciones”. Y así lo hizo.
Uno de los elementos que más llamó la atención de los lectores fue la introducción de elementos culturales de oriente. Además del cine, Frank Miller se trajo a la casa del comic americano influencias del comic japonés (Kazuo Koike y Goseki Kojima) y del espirítu europeo (Moebius).
Este espíritu europeo y las obras “adultas” que surgieron en esta época eran, paradójicamente, bastante americanas. Su narrativa cinematográfica bebía del noir y el melodrama de Hollywood y llevaba treinta años de retraso con respecto a las gramáticas del cine de la época. Los álbumes más avanzados de la época (los Blueberry y los Arzach de Moebius) eran trasuntos (por no decir pastiches) francófonos de los códigos del western y la ciencia ficción. Todo esto daba igual: no tenían ni rastro de superhéroes y los lectores de comics yankee nunca habían visto nada parecido.
La industria británica también estaba bastante marcada por el espíritu europeo, tanto por su posición geográfica, como por su sistema de publicación basado en las revistas y por la circunstancia de que muchos de sus autores provenían de agencias europeas, como Carlos Ezquerra, dibujante y co-creador de El Juez Dredd. Una de las mayores influencias más rápidamente olvidadas de esta generación británica fue precisamente un grupo de españoles comandados por Antonio Segura.
Este guionista valenciano crearía junto a José Ortiz (quien a la postre acabaría dibujando Rogue Tropper y Juez Dredd) a Hombre, un duro vagabundo destinado a recorrer sin descanso las estepas ruinosas de un mundo post-nuclear. Segura escribiría para Jordi Bernet las series Sarvan (ambientada en ¡otro! mundo post-nuclear) y Kraken (una distopía futurista ambientada en una megalópolis estilo Blade Runner). Bernet era un excelso dibujante que acabaría creando jugando a Enrique Sánchez-Abulí la magistral Torpedo (también acabaría dibujando a Jonah Hex y a Batman). No obstante, la obra de Antonio Segura más relevante para el tema que aquí estamos tratando es Bogey, co-creada junto al dibujante Leopoldo Sánchez.
Bogey (referencia obligada a Humphrey Bogart) es un detective con un código de honor propio que recorre los bajos fondos de una ciudad futurista y en decadencia. ¿Os suena de algo? Segura y Sánchez no eran desde luego ajenos a las pulsiones de su época; pero si poseían una cualidad que los diferenciaba de sus coetáneos. Tenían estilo y sentido del humor. Utilizaban la fragmentación del tiempo tal y como Eisner lo había hecho, empleaban las sombras como si de Welles, Wilders y Houston de periferia barcelonesa se tratase, entendían la imagen como simulacro al modo de Antonioni, se preocupaban por la política y la realidad a pie de calle, se habían tragado la cantidad idónea de productos americanos como para acabar en un psiquiátrico. Y no parecían tomarse nada de todo esto en serio, como si su único cometido fuera el de trazar y señalar los límites de una farsa.
Es de suponer que el post-moderno Alan Moore estaría extasiado con todo esto. La sátira castiza y sin pretensiones de Segura rimaba muy bien con sus propias ideas. Unas ideas que en aquel momento todavía luchaban por florecer.
Mientras que Miller ya se había topado consigo mismo y con sus obsesiones y Claremont se encontraba en el zenit de su popularidad, Moore todavía pugnaba por salir de la sombra de este último y por encontrar su propia voz. Visto en perspectiva y teniendo en cuenta que la voz de Moore es una de las más poderosas de la historia de la narrativa humana (y recordando que Moore no tenía ni treinta años) no es de extrañar que le costará encontrarla y dar con la tecla. No obstante, resulta inevitable señalar que de esta época provienen algunas de las obras de Moore (Skizz, La balada de Halo Jones, The Bojefries Saga, Dr. And Quinch) que peor han soportado el paso del tiempo. Por suerte para Moore, Dez Skinn tenía un plan.
Skinn (al igual que Pat Mills y John Wagner) era un hippie proveniente del mundo de los fanzines. Pero por muy hippie revolucionario que fuese contaba con una visión de negocio sobresaliente (cargaba con el apodo de “Stan Lee” británico). Había comprado guiones de Moore para los seriales de Star Wars y Doctor Who. También había estado al frente de Marvel UK mientras Moore escribía Capitán Britania. Pero Skinn quería algo más. Sentía que el mercado británico necesitaba una revista señera al estilo francés o español: una plataforma donde se exhibieran por entregas las obras más relevantes del comic inglés.
Pero su sensibilidad no era ni mucho menos europea, sí no americana. Y lo primero que propuso a Alan Moore es que reinterpretaran a Marvelman, la vieja copia inglesa de Superman creada por Mick Anglo en los años 50. El resto es historia, y es nuestro deber contarla.
Cuando el periodista Mike Moran se queda encerrado en una base militar durante un ataque terrorista contempla la palabra Atomic reflejada en un espejo. Al gritar Kimota! (la clave secreta del universo), Mike Moran se transforma en un super-dios: Marvelman. Pero él no es el único super-dios que despierta. Kid Marvelman también regresa a la vida, así como su peor enemigo: el doctor Emil Garzunza. Esa es la sinopsis de Miracleman.
Creo que esta obra (que, vista en su conjunto, resulta ser una pieza de belleza imperfecta y singular) contiene dos momentos que son claves no solo para la historia del comic, sí no para la historia de la narrativa humana. Esos dos instantes funcionan con recursos distintos (uno emplea la imagen y otra la palabra), pero sus intenciones y efectos son los mismos. La última edición de Miracleman en nuestro país lleva la siguiente frase en la contraportada: “El comic que encabezó una revolución comienza aquí”. Nadie se ha dado cuenta de hasta qué punto esta frase es cierta.
Miracleman se abre con un pastiche de una aventura típica de los años 40, y el primer momento clave del que hablaba más arriba tiene lugar al final de esta pseudo-historia. Miracleman sonríe a cámara. La imagen se congela. Aparece un cuadro con una cita de Nietzsche: “Yo os mostraré al superhombre. Es este relámpago. Es esta locura”. La cámara hace un zoom avant hacía la pupila de Miracleman, de modo que la última viñeta se llena por completo de negro. Nos encontrábamos ante toda una declaración de intenciones por parte de Moore: íbamos a enfrentarnos no solo a la oscuridad que se esconde en el corazón de todo héroe, sí no también a la oscuridad que se esconde detrás de cualquier modo de representación.
El segundo de los instantes de los que hablaba no es propiamente un instante. Es una secuencia que articula un capítulo entero: Zaratustra. Miracleman descubre la base secreta de Emil Gargunza, donde se entera de que toda su vida (es decir, todas las aventuras escritas y dibujadas por Mick Anglo) se ha compuesto de ilusiones proyectadas dentro de su cabeza.
Mientras que en Capitán Britania Brian Braddock nunca alcanza una epifanía en la que se le revele que toda su vida ha sido orquestada por Merlín, en Miracleman Mike Moran si entiende que toda su vida ha sido un completo simulacro. Este instante y esta no tan nimia diferencia supone la irrupción de la post-modernidad en el comic. O, al menos, de algunas características de la post-modernidad en el comic. Entre ellas, la construcción del sentido a través de la relación con elementos extra-diegéticos (elementos externos al mundo de los personajes, en especial otras obras del mismo medio) y la pérdida de la fe en el relato clásico y en sus protagonistas.
Si bien es cierto que otros autores habían experimentado con la construcción del sentido (Borges, Cortázar, Calvino) y con la deconstrucción del paradigma clásico (Joyce, Pynchon), ninguno de ellos poseía tanta finura, tanta profundidad, tanta amplitud de visión como Moore. Y ninguno de ellos significó tanto como Moore porque ninguno de ellos consideró prudente emplear para sus elevados delirios la llamada cultura popular. Ninguno de ellos entendió que los propios dioses (quienes bajo la forma del super-héroe son las figuras poéticas predilectas de Moore) eran parte de esa cultura popular.
Una vez que Miracleman (un superhéroe de tebeo) descubrió que toda su vida estaba compuesta por tebeos, los dioses volvieron a definir el zeitgeist de su época: una época definida por el simulacro de lo real. Fue Jean Baudrillard el creador de este último concepto (en su libro Cultura y simulacro). Baudrillard diferenciaba entre el disimulo (pretender no tener lo que se tiene) y el simulacro (pretender tener lo que no se tiene), y argumentaba que este último se construía a partir de la fusión aleatoria de elementos reales con conceptos abstractos. El problema con el simulacro es que destruye lo que hay de real y auténtico en la dimensión social del ser humano. No solo lo destruye, sí no que se establece como la única dimensión de lo humano. Con frecuencia, todo este proceso responde a los intereses de poderes económicos con agendas ocultas y totalitarias.
Escribir escenas como las comentadas implica cierta genialidad bizarra, y la pretensión (cumplida) de imbricar gran cantidad de significados diferentes a una misma escena. No obstante, todo esto no sería más que palabrería y virtuosismo vacío si no fuera (como es) un reflejo técnico perfecto de las intenciones de Moore para con la obra: cartografiar exhaustivamente el abismo que separa el deseo de lo real, la ilusión del desengaño.
Hacía el ecuador de la obra, el Dr.Gargunza le cuenta con bastante detalle su historia vital a la esposa secuestrada de Mike Moran. En un momento dado, vemos a Gargunza escuchar atentamente a Martin Heidegger. No es un elemento aleatorio, así como tampoco lo es que el comic se abra con una cita de Nietzsche. Estos dos filósofos definieron en gran medida el prototipo heroico del nazismo. Un prototipo apolíneo y definido, en esencia, por la pérdida de la propia humanidad.
No es de extrañar que un veterano anarquista como Moore viera en los viejos arquetipos occidentales una máscara en la que ocultar un pensamiento oscuro, fascista y asesino, pero no es solo aquí donde Moore encuentra un campo fértil para hablar del desengaño. Después de derrotar a Gargunza y a un psicótico y descontrolado Kid Marvelman (dejando a Londres como una especie de Hiroshima post-nuclear), Marvelman instaura una especia de utopía en Gran Bretaña. Una utopía regida por un único dios: él mismo. La estética de este nuevo status quo referencia obviamente a los fetiches nazis. Pero este cambio de look del héroe va un poco más allá. Es apolínea, y no dionisiaca, como venía siendo habitual en el género de super-héroes.
En su obra El nacimiento de la tragedia, Nietzsche explica que la vida y nuestra percepción de ella se dividen en dos polos opuestos pero complementarios. Lo dionisiaco incluye la dimensión irracional, salvaje, cruel, terriblemente hermosa y efímera de la existencia humana. Lo apolíneo incluye la dimensión racional, serena, amable, bella y perdurable del hombre. Es importante subrayar que para el filosófo alemán ninguno de estos dos polos se situaba por encima de otro. Según él, el problema venía cuando heraldos de la decadencia (como Sócrates o Platón) se empeñaban en desestabilizar el orden natural del mundo. En las cosmogonías humanas es una constante asumir que la existencia del dolor en el mundo proviene de la pérdida de unidad en el binomio bien-mal, y no del mal propiamente dicho; este punto de vista se perdió en el cultura occidental gracias al monoteísmo hasta que ciertos escritores como Herman Hesse reintrodujeron la visión orientalista y plural del mundo en Inglaterra.
Esta visón orientalista tenía muchos puntos en común con el pensamiento post-moderno que algunos beats americanos, como Pynchon o Burroughts, y algunos hippies británicos, como Ballard o Moorcock, estaban empezando a desarrollar. Fue precisamente este último quien definió la hasta el momento más compleja reflexión acerca del eje bien-mal jamás escrita.
En el ciclo de novelas de Melniboné, Moorcock presentó a Elric, débil y voluble príncipe de un imperio en decadencia que debe lidiar con las maquinaciones de unos Señores del Orden y unos Señores del Caos que pugnan no solo por el control del mundo, sí no también por el control de su propia alma. Elric (el a la postre más famosa de las creaciones de Moorcock) resultó ser solo una faceta más de lo que el escritor británico llamaba “el héroe eterno”: un arquetipo que luchaba por alcanzar el equilibrio original a lo largo y ancho del multiverso conocido (un poco como también hacía El Capitán Marvel, solo que este último montado en naves espaciales en lugar de en barcos).
La consideración ecuánime que Moorcock tenía respecto al orden y el caos (bajo sus múltiples formas: la razón y la pasión, el bien y el mal, el amor y el odio) contagió a todos los escritores de la generación británica, hasta el punto de que se convirtió en uno de sus temas recurrentes y predilectos. No por nada, Moorcock había concebido Melniboné como una suerte de Imperio británico en decadencia. El Cielo y el Infierno de Neil Gaiman responden a las coordenadas planteadas por Moorcock. El John Constantine de Jamie Delano y Garth Ennis siente el mismo desdén hacía el orden establecido que Elric. Los Señores del Orden y los Señores del Caos realizan una aparición estelar en el Kid Eternity de Grant Morrison. Un imperio muy parecido al de Melniboné intenta asaltar la tierra en The Authority, por cortesía de Warren Ellis. Son solo algunos ejemplos de los muchos existentes; pero en cualquier caso la pérdida de fe en las instituciones propuesta por Moorcock entró en el mundo de los tebeos gracias al Miracleman de Alan Moore.
Pérdida de fe en las instituciones, pero también en las figuras paternas. Hasta el momento solo hemos visto dos (Merlín y, de una forma retorcida, Gargunza) pero llegarían muchos más “padres ausentes”. Jim Starlin aportó (en la odisea vital de El Capitán Marvel) una perspectiva ciertamente freudiana al carácter esencial del super-héroe. Sin embargo, no está de más recordar que el “padre ausente” es una figura capital de la narratología humana. Edipo, Moisés, Jesucristo, Superman, Sigfridos…huérfanos todos ellos. Figuras mesiánicas que buscan renovar el statu quo de la comunidad. Desde este punto de vista, la verdadera innovación (fundamental en todo caso) de la generación británica llega con la similitud encontrada entre los padres ausentes y los imperios caídos. Para Moore y para todos los que le siguieron ambas cosas son un reflejo especular una de la otra.
Y son también símbolos de un pasado perdido y una excusa para hablar de la nostalgia. Este, y no otro, es el tema predilecto de Alan Moore. Dicen que todos los grandes autores hablan una y otra vez del mismo tema, y que pasan toda su vida buscando nuevas formas de aproximarse a esa obsesión particular que, como el ácido, quema su lóbulo occipital. Creo que eso es muy cierto, y creo que todavía es más cierto que esos grandes autores no eligen sus obsesiones. Actúan como receptáculos de las energías que flotan en su ambiente y en su época. Almacenan esas energías, las re-sintonizan y las canalizan a través de poesía, teatro, novela, películas, música…o comics. La época de Moore y sus coetáneos se debatía entre la pena por la pérdida definitiva de los valores más tradicionales y la ansiedad por arrojarse de cabeza hacía un nuevo orden mundial donde lo humano estaría cada vez más alejado de lo divino y de la vida misma.
Alan Moore, como escritor genial criado entre el analfabetismo, como revolucionario que sentía nostalgia por el pasado, como erudito que escribía tebeos de super-héroes, encarnó a la perfección esas contradicciones. Actualizó (en una época y en un medio nuevo) el eterno conflicto que alimenta la literatura: la distancia entre el deseo y la realidad, entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Y Miracleman, el dios, el relámpago, la locura, fue el primer super-héroe que, desde su supuesta utopía perfecta, contempló el mundo después de la caída y de la escisión de la unidad primigenia en dos polos opuestos.
Miracleman tuvo una vida editorial bastante compleja. Se interrumpió su publicación en Warrior en el número 6 (debido a unas disputas por royalties entre Moore y Alan Davis), para después ser retomada por Epic, la filial adulta de Marvel que aprovechó para comprar (“robar” dirían otros) los derechos de propiedad del personaje debido a la similitud fonética entre Marvelman y El Capitán Marvel. Miracleman no se reeditó hasta tres décadas después de su finalización. Alan Moore no volvió a escribir para Marvel.Mientras tanto, John Byrne seguía dibujando como Dios.
El artista canadiense había sido la comparsa perfecta de Chris Claremont en Marvel Team Up Spiderman y Puño de Hierro, así como en un largo y clásico tramo de La Patrulla-X. Byrne parecía el ideal platónico del dibujante de comics: dibujaba como todo aquel que no leía tebeos se imaginaba que eran los tebeos. Sus páginas eran la síntesis perfecta de Kirby, Buscema y Foster. Su atención al detalle (muy al estilo francés) asustaba, y además se combinaba con una narrativa espectacular e hiper-refinada. Vamos, que era un fuera de serie. El problema llegó con la famosa Saga de Fénix Oscura. Byrne había empezado a colaborar con Claremont en los guiones mutantes, y habían diseñado un climax perfecto para la que prometía ser la más épica odisea superheroica de todos los tiempos. Un plan que Jim Shooter echó por tierra.
Shooter bien pudiera ser considerado el último gran editor “old school”: un déspota ilustrado y amable al estilo Stan Lee. Pero al dejar que un Byrne con un ego desmedido fuera (como compensación por el desengaño final con los mutantes) el máximo responsable de los guiones y los dibujos de Los 4 Fantásticos (un puesto que hasta aquel momento solo habían podido alcanzar Jack Kirby, Jim Starlin y Frank Miller en toda la historia de Marvel) derribó las primeras piedras de la muralla del comic mainstream norteamericano.
Byrne acabaría mudándose a DC, para después dedicarse a crear sus propias obras. El modelo de producción tradicional, según el cual era el editor el máximo responsable de los tebeos que salían a la calle, empezaba a estar en entredicho. Los paradigmas editoriales europeos comenzaban a filtrarse, y los autores (una vez empezaban a fijarse en gente como Byrne) se sentirían cada vez más fuertes, hasta tal punto que apenas una década después decidirían fundar sus propias editoriales, siendo los responsables de la mayor apoteosis y el mayor holocausto jamás visto por el medio.
Marvel también experimentaba con nuevos formatos. Una línea de comics exclusivos para librerías y para el floreciente mercado de tiendas especializadas parecía buena idea después que la industria estuviera a punto de colapsar gracias a la gran nevada del Invierno de 1977 (la nieve había impedido que las furgonetas de reparto diario llegaran a lugares tan lejanos como Montana o Canadá). Estos libros suntuosos y caros necesitaban un contenido a la altura. Jim Starlin presentó La muerte de El Capitán Marvel, el fin de ciclo freudiano diseñado a medida para los héroes cósmicos de la década anterior. Chris Claremont escribió y Brent Anderson dibujó Dios ama, el hombre mata. En esta “novela gráfica” en la que los mutantes debían enfrentarse a un telepredicador enajenado, Claremont habló de todos los temas de los que siempre deberían hablar los tebeos de superhéroes: la discriminación, el odio, la injustica y la intolerancia religiosa.
Los comics de Claremont eran los más vendidos e influyentes de la época, pero tenían un duro competidor. Marv Wolfman (un hippie que, como Roy Thomas, pertenecía a la primera generación de guionistas que podían ser considerados “fans” en el sentido moderno del término) había escrito un larga etapa en Tomb of Dracula (el más destacado título de la hornada de tebeos de terror que inundaron el mercado americano una vez que el Comics Code Authority empezó a flaquear), para después saltar a DC, donde aplicó los principios de Claremont (diseño de personajes tridimensionales, construcción de escenarios que iban volviéndose más grandes a medida que las sagas sucesivas se tornaban cada vez más y más épicas, clasicismo por un tubo y sin freno) al juntar a los sidekicks de DC en Teen Titans.
Si Claremont había tenido a un Byrne como colaborador, Wolfman tenía a George Pérez, otro artista de corte deliciosamente clásico, a su lado. A la chita callando, Wolfman y Pérez iban sembrando en Teen Titans semillas que evidenciaban su ambicioso plan: enfrentar al multiverso DC (es decir, al primer tapiz hiper-textual de la historia de la humanidad) a la Oscuridad Definitiva. Si los cristianos habían tenido su Apocalipsis, si los vikingos habían tenido su Ragnarok, si Beowulf había tenido su Grendel, si la Tierra Media había tenido su Sauron y Sherlock Holmes a su Moriarty el siglo XX bien podía enfrentarse a un enemigo a la altura.
Pero todavía faltaba bastante para eso. Mientras tanto, y sin duda ajeno al clasicismo de Byrne y Pérez (pero no a las tormentas que traerían consigo), Bill Sienkiewicz luchaba por romper los límites del dibujo en el comic. Alan Moore dijo sobre Sienkiewicz que “mientras intentaba desarrollar un estilo artístico propio que articulara una visión personal única luchaba por hacer las paces con su propia personalidad”. Es una frase que bien podría aplicarse a cualquier artista, pero que encajaba perfectamente con Boleslav Sienkiewicz, su nombre eslavo y verdadero.
En los primeros números de Caballero Luna, Sienkiewicz emuló (a la perfección, es necesario decirlo) el estilo hiperrealista de Neal Adams; pero hacía el final de su colaboración con Doug Moench comenzó a bucear en los traumas infantiles provocados por un padre maltratador. Como resultado, brotaron de su plumilla los primeros trazos de un estilo versátil y experimental. Y cuando se dice versátil y experimental, se dice de verdad. Para el comic, saltar de un Buscema a un Sienkiewicz fue como pasar del barroco al expresionismo abstracto de un solo paso. Sienkiewicz saltó hasta Los Nuevos Mutantes, un serial escrito por un Claremont cuya mayor habilidad como guionista parecía ser el de ubicuidad. Después de hacer de Los Nuevos Mutantes un clásico indiscutible y atemporal, Boleslav se dio cuenta de que el guion clásico se quedaba muy corto para él. Y hete aquí que se fijó en un jovenzuelo que respondía al nombre de Frank Miller.
Al igual que Wolfman, Pérez y Byrne, Sienkiewicz todavía tenía esperar su momento. Si nos referimos a nuevos formatos, nuevas formas de distribución, influencias europeas, nuevos estilos de dibujo y críticas a la religión establecida no podemos pasar por alto Cerebus, el famoso y pionero comic independiente creado por el canadiense Dave Sim. A principios de los 70, Roy Thomas (acompañado por el prerrafaelita inglés Barry Windsor Smith, primero, y por el naturalista americano John Buscema, después) había puesto de moda a los héroes bárbaros: una particular visión fantástica del trascendentalismo y el espirítu fronterizo americano creado para el pulp por el depresivo y sensible escritor texano Robert E.Howard (amigo personal y colega profesional de H.P.Lovecraft, con quien solía intercambiar cromos de monstruos entre cosmogonías).
Dave Sim concibió Cerebus como una parodia de Conan (el héroe bárbaro más famoso): la historia de un cerdo hormiguero perdido en una sociedad medieval que no entiende. Pero los alucinógenos jugaron una mala pasada a la mente de Sim. De los 25 números planteados originalmente, Sim pasó a querer hacer 300. De la comedia y la parodia, saltó al drama psicológico y político al viejo estilo ruso. Sim quería ser (o daba la impresión de querer ser) Dostoievsky o Tolstoi, o Shakespeare. En Iglesia y estado (el primero y más conocido de los largos arcos argumentales de Cerebus), el cerdo hormiguero protagonista se convierte en Papá, se corrompe, se redime y vuelve a corromperse. Este recorrido se adereza con un número realmente sorprendente (y difícilmente asumible por cualquier lector) de subtramas y personajes (incluyendo un justiciero ridículo no tan casualmente parecido a El Caballero Luna).
Cerebus se dividía en pequeños facsímiles que el mismo Sim se encargaba de distribuir en tiendas. Por supuesto, nadie daba un duro por Cerebus al comienzo de su andadura; pero los lectores y las alabanzas no dejaban de subir número a número, a medida que Sim se volvía más y más osado con la composición de página, con el detalle en fondos y escenarios (incluso llego a contratar un dibujante para que se encargara, bajo su supervisión, de este aspecto concreto de la puesta en escena) y con la critica a las estructuras tradicionales de poder.
Cerebus era el comic proveniente de las heladas estepas del yukon más vendido. Love and Rockets amenazaba con ser su duro competidor californiano, y Frank Miller no permanecía ajeno a nada de esto. El aspirante sensible a tipo duro que había dado el pistoletazo de salida a esta bacanal creativa no quería quedarse atrás.
“Ronin fue un proceso de liberación” dice Miller. “Fue muy duro porque mientras trabajaba me encontré con muchos problemas para los que no tenía solución porque no se había hecho nada igual antes. Todo lo que había hecho hasta entonces quedaba muy pequeño en comparación. Era como si algo hubiera estado dentro de mi esperando el momento para salir a la luz y expresarse”. Miller no se andaba con medias tintas. Concibió Ronin, su primer proyecto después de su primera etapa en Daredevil, como una revolución en contenido, forma y formato. Cargó con todo el peso del proceso creativo en esas tres vertientes y por el camino revolucionó las técnicas de edición e impresión.
No habían pasado ni cinco años desde que Miller llegará a Daredevil y el medio ya había sufrido cambios drásticos irreversibles. Y la revolución ni siquiera había comenzado de verdad. Cuesta no imaginarse a Miller, Moore, Sienkiewicz, Claremont, Byrne, Wolfman, Perez, Shooter o a cualquiera de los actores de este drama cavilando pensativos delante de sus máquinas de escribir o de sus tableros de dibujo, quizás recitando la famosa frase lanzada por Robert Oppenheimer despúes de que Little Boy explotara sobre Hiroshima: “Ahora me he convertido en La Muerte, destructora de mundos”.
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