Javier Vázquez Delgado recomienda: El regalo de(l) César
Edición original: Hachette Livre – 1974
Edición España: Grijalbo-Dargaud – 1980
Guión: René Goscinny
Dibujo: Albert Uderzo
Formato: Cartoné, 48 páginas
Precio: 13 € (De la edición de Bruño-Salvat)
Cuando se planteó la posibilidad de hacer un homenaje al recientemente fallecido Albert Uderzo, tenía claro mi deseo de participar en esta iniciativa. Tenía claro que quería decantarme por una aventura de Astérix y Obélix pero ¿cuál? La residencia de los dioses era aquella que me había descubierto las historias de los irreductibles galos y, por ello, la tengo entre mis lecturas preferidas (cosas del cariño y la nostalgia). Sin embargo, con los años he visto como, manteniendo la devoción por la aldea que resiste ahora y siempre al invasor, mis preferencias respecto de sus andanzas han ido variando de unos álbumes a otros. Conforme iba creciendo y, periódicamente, retornaba a su lectura, descubría detalles, guiños, bromas más o menos apegadas a la actualidad del momento de su primera publicación y, en definitiva, nuevos sentidos que han hecho que, desde mi punto de vista, las historias clásicas de la colección hayan superado la prueba del tiempo, gozando de una notable lozanía. De pequeño, me encantaban las escenas de peleas a puñetazos; conforme fui creciendo, empecé a quedarme con la copla de las sátiras, a veces más sutiles, a veces más directas, que guionista y dibujante deslizaban en aquellas páginas llenas de detalles. El año 50 antes de Cristo estaba más cerca de lo que podía pensar. Ya tenía un punto de partida para empezar a hacer la criba.
Una vez asumí que quería destacar el valor crítico de las historias de Astérix y Obélix, caí en la cuenta de que seguía teniendo el problema de escoger una de ellas. En este punto, decidí buscar alguna que, en mi opinión, tuviera el valor añadido de ser divulgadora del conocimiento, a través de una de las cualidades que el pequeño guerrero galo ha tenido desde su primera aparición: su inteligencia. Astérix es astuto, sagaz y, como se ve en El Adivino, sanamente escéptico. ¿Por qué no escoger esta aventura, en la que Goscinny y Uderzo arrean un merecidísimo palo a quienes viven de la trola paranormal? O, ya puestos ¿qué tal Obélix y compañía, que pasa por la picadora a economía y economistas? Al final, tomé partido por un álbum menos recordado en este campo y escogí El regalo del César.
La historia comienza en un tugurio de un barrio no muy recomendable de Roma. Los legionarios Romeomontescus y Morapius celebran su inminente licenciamiento. Han cumplido los veinte años de servicio a la República y, al día siguiente, Julio César recompensará los servicios dados con lotes de tierras en los territorios conquistados. El primero de los veteranos que, en palabras de su propio centurión, lleva dos décadas empalmando una cogorza con otra. En plena melopea, no discurre mejor cosa que insultar a César, justo cuando una patrulla de ronda entra en la taberna. Romeomontescus pasa su última noche como militar en los calabozos, mientras el insultado gobernante es informado de las injurias vertidas a su persona. El general «Calabaza monda» descarta la idea de mandar al beodo legionario al circo y decide gastarle una broma un tanto cruel. Recibirá su licencia y el correspondiente lote de tierras, pero será uno muy especial.
Romeomontescus recibe sin mucha alegría el presente por sus servicios, pero lo único que desea es seguir bebiendo. El dinero que lleva encima le dura poco y, en el camino a su adquirida propiedad, descubre que no tiene con qué pagar los tragos que se está metiendo entre pecho y espalda. Cuando el dueño de la posada en la que está consumiendo le reclama el pago por el vino bebido, le ofrece como sustitución el título de dominio que le acredita como titular de una finca en la costa de Armórica. El posadero, de nombre Ortopédix, consulta la propuesta con su esposa Angina, la cual valora el asunto positivamente. Trato cerrado: por unos tragos adicionales de vino y unos curruscos pan, el exlegionario cede al tasquero la propiedad de un pueblo que, casualmente, es la aldea de los irreductibles galos. El escarmiento que César quería dar a su antiguo soldado se veía, en cierto modo, frustrado.
Ortopédix, que nada sabe del asunto, parte con su esposa y su hija Coriza a su nueva propiedad. Su gozo se verá rápidamente el pozo, cuando le informen en el pueblo de los locos -cariñoso apelativo con el que las legiones romanas que rodean el mismo se refieren a él- no pertenece a Roma y que no se puede dar lo que no se tiene. Compadecido por la situación de los recién llegados -y mostrando cierta empatía- Abraracúrcix propone a la desilusionada familia que abran una posada en la aldea. Sin embargo, las habituales rencillas entre los ocupantes moverán a un intento por parte de Ortopédix de hacerse con el liderazgo de la aldea. En este punto de la historia, veremos cómo el jefe y el aspirante al puesto maniobran para hacerse con el voto de los habitantes, con sus respectivas esposas actuando como jefas de gabinete y campaña. Astérix y Panorámix que, una vez más, constituyen la reserva de sentido común del poblado, se sitúan al margen. El primero descubre que se aproximan problemas cuando el borrachín Romeomontescus regresa, con la ocurrencia de disfrutar del pueblo que César le ha dado. Despachado rápidamente en un duelo a espadas de reminiscencias zorrunas por parte del pequeño galo (en uno de esos raros momentos en los que Astérix hace uso de su espada) decide pedir ayuda a una de las guarniciones que sitian infructuosamente la aldea. Ahí está su amigo Morapius que, incapaz de acostumbrarse a la vida civil, se ha enrolado y hace valer la causa de su antiguo camarada ante su centurión. La legión romana se pondrá en marcha, en un momento en el que, una vez más, los irreductibles galos están haciendo algo que se les da de maravilla: pelearse entre sí.
No voy a revelar el resto de la historia, ya que merece ser disfrutada como todo álbum firmado por Goscinny y Uderzo, pero adelanto que hay unas cuantas moralejas, un buen puñado de momentos para la risa y una magnífica demostración de lo que, entonces -en 1974- como ahora, son las campañas electorales.
Al principio de esta reseña indicaba que había escogido este álbum por su valor divulgador y es momento de explicar la específica razón de ello. A finales de los años noventa, estaba haciendo la tesis doctoral en el área de Derecho Civil de la Universidad de La Laguna. En aquellos días, el catedrático de la materia era Mariano Yzquierdo Tolsada y, un día, en un seminario de los que se realizaban periódicamente, explicó cómo se podían utilizar las historias de Astérix y Obélix, con el fin de explicar ciertos temas de forma más didáctica. La historia escogida fue esta y, en ella, estaban presentes la dación en pago o entrega de la propiedad de una cosa en sustitución del dinero adeudado (figura jurídica muy presente en los años de la pasada crisis inmobiliaria) y el sistema romano de transmisión de los derechos reales, concretado en el justo título (la figura habilitada para el traspaso dominical) y el modo (la transmisión posesoria); el conjunto quedaba rematado con la figura de la venta de cosa ajena. En apenas cinco páginas, Goscinny había dado una lección práctica sobre Derecho Privado, dejando patente el cuidado que, tanto él como Uderzo, ponían en la que era su hijo predilecto. Es por eso por lo que, cada vez que repaso ese inicio, la historia gana enteros en mis preferencias, manteniéndose entre mis preferidas.
Acabo de caer en la cuenta en el detalle de que, hace unos meses, se cumplieron cuarenta años de la fecha en la que abrí un tebeo de Astérix y Obélix por primera vez. Espero seguir leyendo y releyendo sus andanzas, al menos durante otras cuatro décadas, mientras el cielo no caiga sobre nuestras cabezas.
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