Javier Vázquez Delgado recomienda: Blast, el viaje en busca de la iluminación
En 1967, cuando se despidió de los escenarios, un periodista visiblemente intrigado por su decisión preguntó a Jacques Brel de qué huía… Brel reflexionó unos segundos con la cabeza baja y luego, con el tono cansino de quien sabe que tiene que repetir las cosas sin cesar, le dijo: “Cuando alguien se mueve, los inmóviles dicen que huye”.
En el momento en el que alguien se adentra en una obra de una profundidad como la de Blast de Manu Larcenet se suele sentir desbordado. Estando al inicio del camino, con las inofensivas, aunque firmes olas costeras del inicio de la obra, nadie presagia que el periplo que se recorrerá en estas páginas lleven al pasaje a un mar picado, lleno de tormentas, huracanes y algún que otro momento de calma en el que se deja ver el sol. Solo unos pocos pueden soportar un viaje así sin darse la vuelta o lo que es peor, sin hacer naufragar la embarcación en la que iban. Así es Blast, un viaje incómodo, una travesía que deja exhausto. Pero, ver a alguien intentar alcanzar la iluminación nunca es agradable, ya que, para eso, primero tuvo que estar en la sombra.
Manu Larcenet, ya había ganado gran prestigio tras la publicación en 2003 de su indiscutible Los combates cotidianos, mostrando al público su desbordante imaginación y lo que todo autor debe tener, su propia visión. Con aquella obra recibió, no solo el reconocimiento internacional sino, el Premio al mejor Álbum del Festival del Cómic de Angulema 2004.
Antes de eso trabajó en fanzines, hasta debutar profesionalmente en la revista de humor Fluide Glacial. Tras aquella época entra a ser colaborador de la emblemática revista Spirou trabajando en una sección de gags. Estos serían recogidos en tres álbumes de Dupuis. En el año 1997 fundó junto con Nicolas Lebedel su propia editorial en la que se autoeditaría los proyectos más personales hasta la época. Su primera colaboración importante fue en la célebre saga de La Mazmorra de Lewis Trondheim y Joan Sfar, siendo él quien se encargó de los dibujos de cuatro álbumes. Ese mismo año entra en la editorial de Dargaud, con la que llegaría a su cenit en 2003 con Los combates cotidianos. Hasta que llegó Blast.
Se dice que un autor siempre deja parte de sus miedos, inquietudes y deseos en cada obra que acomete. Y en este caso no es una excepción. Y si Los combates cotidianos era su cara más agradable, sus angustias más accesibles, dibujadas con línea clara y páginas coloridas, Blast es su antítesis, pero no por ello se aleja de todo aquello que le hizo tener voz propia con la obra anterior, pues ambas dos crean una suerte de síntesis de su visión. En esta última nos muestra una cara incómoda, una angustia violenta, una que asquea, ilustrado todo ello con una línea rota y dispersa, y con un perfecto uso de la tinta diluida en agua, rascándole matices al blanco y negro. Tanto tienen en común que en las “crisis” de cada protagonista parece que el mundo del otro hace aparición. En ambas usa como eje narrativo la visión de la sociedad, las relaciones y el ser humano, y mientras en una nos adentramos en todo ello, en la última nos alejamos. Casi como si los protagonistas pudieran encontrarse en el centro del camino para desearle suerte al otro sabiendo hacia dónde se dirige. El autor sabe en qué campo está jugando con cada una de sus obras, aunque el juego sea el mismo. Pero venimos a hablar de un campo en concreto, uno lúgubre, en el que jugar agota el alma. Venimos a hablar de Blast.
La obra que nos encontramos no es nada más, ni nada menos, que un viaje iniciático. Un viaje para dejar de ser un hombre. Todo comienza en una sala de interrogatorios, en ella se encuentra Polza Mancini, un hombre de 38 años y 140 kilos. Dos policías intentan sacarle información, aunque a simple vista se ve que el interrogado no es un simple criminal, si es que lo fuera, y que los policías son conscientes. Por eso van con cuidado, para poder sacarle el máximo de información antes de que Polza pueda cerrarse en banda. Así empezamos este complejo flashback en el que Mancini nos irá relatando su particular viaje. Desde lo que lo empezó todo, la muerte de su padre debido al cáncer, hasta su llegada a la sala de interrogatorios.
En el primero de los cuatro volúmenes de esta titánica obra, Bola de grasa, hay una clara intención por parte del autor; producirnos aversión, una repugnancia primaria pero compleja. Las páginas de este primer tomo nos aguantan la mirada, nos coge por las solapas y nos mira, en silencio, no necesita golpearnos para intimidarnos, para incomodarnos, para hacernos apartar la mirada, porque quien realmente nos devuelve la mirada es la parte de nosotros que se reconoce en ellas, algo que sucede solo en las grandes historias, y reconocerse en Polza intimida, pero sobretodo incomoda, tanto como para hacernos apartar la mirada de nuestro propio reflejo.
El propio Polza nos da su particular visión sobre la aversión que todos han parecido procesarle desde su más tierna infancia. “La legitimidad del asco ante la deformidad es un principio universal. De niño me parecía lógico que eso fuera una ley natural a la que había que plegarse… Luego poco a poco, la anomalía se convierte en una simple fracción de una personalidad más compleja, más rica… La anomalía es su identidad.”
Sartre, en su novela La náusea, obra en la que recorre la vida de un hombre a quien la levedad del mundo que le rodea y ser consciente de ello le produce una nausea, hace un tratamiento similar del sentimiento de la repugnancia, y que en algunos casos llegan a tocarse. Pues las náuseas de Antoine Roquentin y los blast de Polza, de los que más adelante hablaremos, se diferencian en que están en polos opuestos del espectro, pero los dos se hacen conscientes de lo mismo, aunque con diferentes formas de tolerar y recibir aquella revelación.
Este primer volumen, trata el tema de la estética con gran énfasis, no es casualidad el uso de la línea dispersa y el crudo blanco y negro, como tampoco lo es el que no halla demasiados diálogos en él. Los silencios se convierten en parte fundamental de la obra ya que, en estos, normalmente están escondidos aquellos secretos de los que nos habla Polza en sus diálogos. Cuando uno está en silencio es en el único momento en el que puede pensar, en el que puede observar con detenimiento, y nuestro protagonista tiende mucho a hacer ambas cosas, y sobre todo nos obliga a los lectores a hacerlo con él. Pues cuando uno piensa y observa llega la concepción de la estética, de la belleza, de la fealdad, de la anomalía.
El silencio comparte espacio con el segundo eje de movimiento en este álbum y el principal en la obra; la sociedad y el ser humano en ella. Polza se escapa del hospital al ver a su padre, que hacía varios años que no veía, tendido en la cama del hospital a pocos pasos de la muerte. Tras correr bajo la lluvia hacia ningún sitio acaba deteniéndose debajo de un puente, con el único deseo en la cabeza de que su padre muriese pronto, como si fuera un pensamiento de infinito valor y cobardía al mismo tiempo. Allí se atiborra a chocolatinas, pastillas y alcohol, casi a modo de ritual indígena, y con ello llega el primer blast. El primer momento de iluminación, en el que el propio Polza nota que llega a un mundo diferente. “Estaba suspendido entre tierra y cielo. Era traído al mundo por segunda vez (…) Veía el mundo tal y como era y no tal como yo lo creía… del que no solo yo formaba parte, sino que era la naturaleza misma… El origen. Entreví un mundo ilimitado y exento de toda moral… y era magnifico.” Así llegó el primer momento de iluminación súbita al que el protagonista hará referencia durante los cuatro volúmenes, y el lugar al que pretende llegar con el viaje que inicia tras su primer contacto con aquel espacio de color. Para ilustrar aquel rincón de paz, de falta de juicio moral, el autor nos sorprende con un dibujo infantil sin sentido, con lápices de colores y rotuladores que llenan las viñetas de un color vivo discordante. Aquellos dibujos son del propio hijo del autor, cosa comprensible, pues quién mejor para ilustrar un mundo de paz, un mundo en el que no existe el juicio, que un niño.
Los policías que le interrogan intentan simplificarlo todo. Pero él habla de matices, de lo complejo del ser humano, y por debajo se entiende que en sus blast todo era simple, pero que no es fácil explicar el paraíso cuando nunca se ha visto ni vivido en uno. Durante toda la obra los policías intentarán, en vano, descubrir lo que sus palabras esconden, sus significados ocultos, sus segundas lecturas. Y es que esta obra tiene tantas lecturas como lectores. Es imposible no ver las similitudes con el excelso protagonista de la primera temporada de True detective, y sus similitudes sino físicas sí perceptivas. En cualquier caso, los policías dejan que siga hablando, pues mientras continúe es accesible, pueden sacar fechas, lugares y empezar a atar cabos separando el grano de la paja, lo fantasioso y lo delirante de lo real y palpable, ¿pero qué es real y qué fantasía?
En ese momento Polza decide dejar atrás el mundo que conoce, la sociedad, a su mujer, su trabajo como escritor gastronómico, y las calles con sus edificios. Coge un tren al azar y llega hasta la última parada, que se encuentra muy alejada de la ciudad, y se muda al bosque con un arsenal de alcohol, pastillas y chocolatinas, en busca de aquel paraíso al que una vez accedió. De pequeño quería ser adulto, pero entonces no sabía que no bastaba con ser mayor. Sin embargo, tras la muerte de su padre se convierte en un adulto, entendiendo la adultez como tomar las decisiones por uno mismo y no por los demás o lo que a uno le rodea; y para eso necesitaba liberarse de los grilletes, familia, trabajo, casa… Sociedad. En el bosque, según Polza, estaba sin cadenas, era él ilimitado, el abanico de posibilidades le daba vértigo. Las opciones estaban limitadas por las reglas, si no hay reglas morales no hay limites morales, y sin ellos cualquier acción está fuera de un posible juicio de valor, y en ese caso las acciones que se llevan a cabo son las que uno quiere realmente hacer, uno es lo que realmente quiere ser. Uno realmente se llega a conocer. Llega a convertirse en aquel Kurtz del que nos hablaba Joseph Conrad en su obra titulada El corazón en las tinieblas y que con tanto acierto interpretó Marlon Brando en su papel homónimo en la peícula Apocalypse Now. Aquel lugar que busca Polza es el mismo al que hace referencia el Kurtz de la película, dando una segunda vida a un personaje que en la novela es más la leyenda de un hombre moribundo que el gurú interpretado por Brando, cuando habla de un lugar exento de moral, de que juzgar es lo que nos derrota. Y aunque cada uno habla de un contexto diferente, el juicio viene a ser el mismo. A su vez, en el momento en que se refiere a aquel humano exento de moral que a sobrepasado al propio humano, Nietzsche se hace presente en el mundo con aquel superhombre del que pregonaba su ficticio profeta, Zaratustra. Polza no hace ninguna alusión de conocer cualquiera de estos referentes, pero eso no lo hace alejarse de ellos, si cabe, su cercanía a su rama del pensamiento es genuina.
Pasa un largo periodo en el bosque intentando convertirse en un animal, intentando llegar de nuevo a tener un blast. Hay una constante aparición de animales que se llevan gran protagonismo en la obra, sobre todo voladores. Esto hace referencia, no solo al distanciamiento de la sociedad y la pretensión de Polza por convertirse en uno de ellos, en algo salvaje sin ataduras morales sino, a la libertad que se debe tener en ese mundo pese a su dureza, en concreto los animales que vuelan, pudiendo encontrar una paz en la soledad del cielo. Aun así, Polza no parece lograr su objetivo. Por el camino se encuentra a un hombre que habla en un idioma que no entiende, y lo sigue a una especie de poblado de chabolas oculto en una parcela forestal. Allí se esconde una pseudo república de trabajadores mendigos. Le instan a quedarse ya que es muy torpe para vivir en el bosque. Mancini, con un tono firme pero bonachón, tiene una profunda conversación con el líder del grupo sobre la tranquilidad moral que hay en cualquier grupo, y la ilusión de poder llenar el vacío, pero que él se fue al bosque porque le tentaba el vacío. Y acaba dejando el lugar, volviendo al bosque.
Intenta convertirse en un animal de la espesura sin llegar a lograrlo, y tras encontrarse de nuevo con el hombre que no entendía, bebe con él y vuelve a tener un segundo blast. Al despertarse sangra profusamente de la nariz. Se desangra, por lo que se pliega levemente a la sociedad, y se dirige a un hospital. En el camino, la posibilidad de morir desangrado se hace muy real, nadie iría a buscarle, y aunque ese fuera el propósito de su viaje, la idea le aterrorizaba. Seguía siendo humano. Tras estar en el hospital y que le digan que tiene insuficiencia hepática le encierran en una unidad psiquiátrica para desintoxicarle. Esto último lo originó que les dijo dónde vivía actualmente. Pero Polza no estaba hecho para estar encerrado, ya no. Por lo que haciendo una evidente referencia a Alguien voló sobre el nido del Cuco, Polza rompe la ventana y salta por ella escapándose para dirigirse hacia el bosque.
Así termina el primero de los cuatro volúmenes. Dejándonos a un Polza que les dice a los policías “La verdad es más fácil de decir que de oir”. Mientras que a su espalda se alza un gran Moái. Una cabeza similar a las que hay enterradas en la Isla de Pascua. Su intrigante significado en la obra está tan atado a interpretación como lo están las famosas estatuas chilenas en el mundo real. La mía propia, tan licita como la de cualquiera que haya leído la obra, es que los Moáis, que solo aparecen ante Polza tras los blast y en momentos muy determinados de gran tensión dramática son un recordatorio del protagonista. Son muy pesados, y sobretodo, parecen humanos, pero lo son solo en apariencia. Lo que realmente son es unos pedruscos inmóviles con la forma de un humano. La permanencia tranquilizadora de la naturaleza, ya que llevan ahí miles de años, en silencio, observando. Es el recordatorio de su viaje, de su pretensión. Los Moáis son los seres a los que aspira.
La obra que nos encontramos aparte de tener una gran carga filosófica, es un thriller psicológico de alto calibre, y por tanto no se destripará la resolución de las diferentes tramas, pues si los sucesos que se conocen a primera vista son atractivos, los que se esconden lo son aún más. El uso del flashback para montar la historia desde la perspectiva de Polza se usa con gran pericia, y no es hasta que llegamos al final del último tomo cuando somos conscientes de con cuánta.
Por eso mismo, y habiendo dejado plantada la semilla de una guía por el primer volumen, nos introduciremos en un análisis general de los siguientes volúmenes, dejando prácticamente todos los sucesos que los pueblan para que los disfrute el lector en toda su admiración y sorpresa.
Conociendo el eje central de toda la obra, el volumen dos, El apocalipsis según San Jacky, nos narra las dificultades que tiene un ser humano al tratar de convertirse en un animal, y lo sencillo que es recaer en la sociedad. El clima toma gran importancia en la trama, todos los aspectos de la vida animal, como la búsqueda de sustento o de refugio se hacen protagonistas del tomo, ya que convertirse en un animal implica conocer su forma de vida, y solo se puede conocer del todo sufriéndola. Y a fin de cuentas una casa es muy apetecible cuando llega el invierno. Todo ello se ve reflejado en las viñetas que tienden a describir paisajes, exhibiéndonos su belleza y su crudeza, mostrándonos animales majestuosos pero salvajes. En éste álbum se nos presenta la cara amarga de vivir en soledad, en más de un sentido, y experimentándolo en más de un personaje. Lo veremos con el pequeño descanso en el viaje de Polza en la “isla de Eea” de San Jacky, que muy bien podría llamarse Circe, pues alrededor de su pequeña isla vivían hombres convertidos en animales gracias a su magia, una magia que no era barata y a la que muchos no podían resistirse; de la que eran adictos.
En el siguiente, De cabeza, se hace un tratamiento del suicidio como opción legítima. La frase con la que Albert Camus comienza su famoso ensayo El mito de Sísifo, que decía “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”, resuena en todas las páginas del álbum. Un tomo colmado de crueldad, pero en mi opinión el más valiente de toda la obra si cabe. “Al empezar el viaje me impulsaba la urgencia, solo más tarde la evidencia me saltó a la vista… Esa clase de vacaciones no presuponen el regreso. Había emprendido aquel viaje también para morir… Como mi padre, como mi (…). Puede que, de una manera más exuberante, poética pero a la postre igual de sórdida. Así pues, ¿por qué no acelerar el proceso?” No es difícil imaginarse a nuestro protagonista diciendo estás palabras, pero ahí es donde radica la fuerza de este personaje, ya que, si podemos ver como lógicas estas palabras en un protagonista, y por tanto en una persona, podemos ver esas palabras lógicas en cualquiera de nosotros viéndose en sus circunstancias. Eso denota valentía en el autor, ya que eso arroja grandes dosis de incomodidad al lector. Unas dosis que pocos toleran, pero que existían antes de que la obra nos las lanzase de frente sin contemplaciones, con la crudeza que caracteriza a la obra. En ese sentido Blast es fiel a su ser hasta el final.
En último lugar, en Ojalá se equivoquen los budistas, es clara la referencia a la antigua filosofía-religión oriental. En este sentido, el cuarto tomo, y el que concluye la obra, hace un recorrido por la mente humana y su fragilidad, con referencias veladas al budismo de telón de fondo. El estrepitoso fracaso del viaje de Polza por vivir en soledad, por encontrar la iluminación, es debido a lo que lo que el propio Buda decía que nos destruía; el deseo. El deseo está presente en cada una de las páginas de este álbum, un apetito que nubla los sentidos y zarandea todos los propósitos de nuestro protagonista, que a su vez también eran deseos. Polza ha ido en busca la iluminación que lo separa de los apegos, el famoso “no-yo” budista que dice que somos uno con el universo. Esta idea argumenta que nada en el universo se ha causado a sí mismo y que todo es resultado de una acción previa, por lo que cada uno de nosotros no es más que una parte transitoria de este proceso eterno; somos seres perecederos, sin sustancia. Por lo tanto, en realidad, no hay ningún “yo” que no forme parte de un todo mayor, o del “no-yo”, y el sufrimiento es resultado de no percatarnos de ello. Es más, se dice que al ser realmente consciente de ello uno alcanza el nirvana, paraíso unificador que tan poco se diferencia del blast que describe Polza. Esas firmes revelaciones hacen comprender al protagonista que un mundo sin juicio ajeno, sin ego, sin deseos, solo es posible en un mundo donde no exista la sociedad. Pero el problema es que la sociedad viaja allí donde viaja el ser humano. El ser humano es el problema del ser humano, y solo encuentra una forma de solucionar ese problema.
Una gran distancia es la que separa al protagonista que conocemos al inicio de la obra con el que despedimos al final de ésta. La misma distancia que él nos ha hecho recorrer a su lado, como polizones ocultos dentro de la embarcación a la que al principio hacía referencia. Y le hemos acompañado con la esperanza de que encontrase aquella iluminación que había salido a buscar. Y como buen personaje nos da a entender que esa esperanza que teníamos nosotros es “deseo”, y que es “nuestra”, y por tanto, que hemos caído en la misma trampa de siempre. Una de la que él se intentó librar, una que solo pudo evitar en aquel paraíso, una que no existía tras acceder a su nirvana particular, tras recibir lo que no dejó de buscar; el blast.
“Un hombre le dijo a Buda: Yo quiero felicidad.
Él contestó: Primero retira YO, esto es el ego. Después remueve el QUIERO, porque es el deseo. Mira, ahora solo tienes FELICIDAD”.
Firma invitada: Aitor Aguileta
Ver Fuente
Comentarios
Publicar un comentario