Javier Vázquez Delgado recomienda: #ZNCine, – Crítica de Popeye, de Robert Altman
Dirección: Robert Altman
Guion: Jules Feiffer, basado en las tiras cómicas de Elzie Crisler Segar
Música: Harry Nilsson
Fotografía: Giuseppe Rotunno
Reparto: Robin Williams, Shelley Duvall, Paul Smith, Ray Walston, Paul Dooley, Donald Moffat, Richard Libertini, Bill Irwin
Duración: 114 min
Productora: Paramount Pictures, Walt Disney Productions
Nacionalidad: Estados Unidos
Cuenta la leyenda que después del éxito de Grease (Randal Kleiser, 1978) no fueron pocas las majors de Hollywood empeñadas en explotar el filón del nuevo resurgir del género musical al que parecía haber dado inicio la historia de amor entre Danny Zuko (John Travolta) y Sandy Olsson (Olivia Newton John). La responsable del pelotazo, la Paramount Pictures del mítico Robert Evans, no pudo hacerse con los derechos del musical Annie, inspirado en las tiras cómicas creadas por Harold Gray, que recayeron en una Columbia Pictures llevándolas al cine en 1982 con dirección de John Huston, de manera que buscaron otra adaptación de personajes del mundo del cómic que trasladar al celuloide, pero con la intención de incluir canciones y números musicales en ella. El elegido fue Popeye, el protagonista de las historietas creadas por Elzie Crisler Segar que después de su triunfo en papel viajó con acierto máximo al mundo de los cortometrajes animados, con autoría de los hermanos Max y Dave Fleischer, y las aventuras televisivas, precisamente haciendo uso de canciones en muchas de sus encarnaciones. Para sacar adelante el proyecto Paramount Pictures, dueña de los derechos audiovisuales de Popeye, se asoció con Walt Disney Productions y esta alianza dio el empaque a una producción que, dada la fama universal del conocido marinero que cobraba fuerza sobrehumana comiendo espinacas, podía proporcionar pingües beneficios a sendas compañías.
Para adaptar las aventuras de Popeye, el Marino a la pantalla grande se sumó al proyecto el guionista, historietista, escritor y dramaturgo Jules Feiffer y para dirigir el proyecto, después de un notorio baile de realizadores, se tomó la atípica y rocambolesca elección de apelar a la profesionalidad del gran Robert Altman, cineasta perteneciente a la “generación de la televisión” al que debemos obras maestras como M*A*S*H (1970), Nashville (1975), El Juego de Hollywood (The Player, 1992), Vidas Cruzadas (Short Cuts, 1993) o Gosford Park (2002) y que por aquel entonces no andaba en su mejor época. En lo referido al reparto, posiblemente el punto más fuerte del largometraje, un Robin Williams debutante en lides cinematográficas se enfundó el traje de Popeye, viéndose acompañado por Shelley Duvall encarnando a Olivia y un grupo de secundarios en el que encontramos a Paul L. Smith como Bluto/Brutus, Paul Dooley en la piel del rechoncho Wimpy/Pilón, Ray Walston interpretando al Comodoro y el bebé Wesley Ivan Hurt en el papel de Swee’Pea/Cocoliso, entre otros.
Popeye (Robin Williams) es un marinero que llega a la pequeña localidad costera de Sweethaven para dar con el paradero de su padre desaparecido. Allí se hospedará en la pensión de la familia Oyl, cuya hija, Olivia (Shelley Duvall), se encuentra terminando los preparativos de su fiesta de compromiso con el capitán Brutus (Paul L. Smith), un delincuente local que trabaja a las órdenes del misterioso Comodoro (Ray Walston), personalidad que rige el porvenir de Sweetheaven desde las sombras. La incipiente historia de amor que surgirá entre Popeye y Olivia, la aparición del bebé abandonado Cocoliso (Wesley Ivan Hurt) que la pareja adoptará como suyo, la rivalidad entre Popeye y Brutus acentuada por ser el interés amoroso de Olivia o la búsqueda incesante del protagonista para encontrar a su progenitor darán pie a estrambóticas situaciones que convertirán Sweethaven en terreno hostil para todos sus habitantes e incluso para un inesperado octópodo que se las hará pasar bastante mal a Popeye.
Cuando la película de Popeye vio la luz en 1980 el personaje ya tenía a sus espaldas casi 50 años de vida editorial que, como bien hemos apuntado con anterioridad, se extendió con éxito a otros medios, principalmente audiovisuales. Por ello no era descabellado pensar que una buena adaptación del personaje podía ser recibida con agrado por los fans de este en particular y el público en general. Desgraciadamente el resultado no fue tal y si bien la película recaudó 60 millones de dólares, habiendo costado su producción 20, siempre se ha considerado uno de los fracasos más sonados del Hollywood contemporáneo. En la siguiente entrada vamos a intentar incidir en sus muchos aciertos y su único, aunque de notables dimensiones, fallo tras haber revisado la versión íntegra del film (recordemos que a España llegó una versión “aligerada” de la que se eliminaron escenas y alguna que otra canción) y con la sana intención de mirar con ojos del 2020 una película de 1980 que un servidor vio por primera vez durante la segunda mitad de los 80 dejando un atípico recuerdo en mi memoria.
La primera impresión que transmite Popeye cuando el espectador la visiona es que los 20 millones de dólares depositados por Paramount Pictures y Walt Disney Productions fueron muy bien invertidos. No sabría decir cuanto de Sweethaven es real o parte de la dirección artística de la película, pero la localización para dar vida al pueblo pesquero es uno de los mayores éxitos de la cinta y la grabación de exteriores en Malta todo un hallazgo. A partir de ahí un Robert Altman hasta arriba de estupefacientes en el rodaje, según cuentan los implicados en el mismo, consigue transmitir el tono cartoonesco y tebeístico que una producción protagonizada por el personaje de Elzie Crisler Segar exigiría para ser extrapolado fielmente al medio audiovisual, siempre con la ayuda de un director de fotografía mítico como Giuseppe Rotunno, habitual colaborador de Federico Fellini. En ese sentido el director cumple sobradamente como artesano al servicio de un producto bastante alejado de su impronta autoral, al que paradójicmanente acaba llevando a su terreno, llenando todo el metraje de gags visuales y cuyo acabado estilístico nos retrotrae a una versión lacónica y pesimista de autores como Charles Chaplin, Buster Keaton o Jacques Tati.
El guión de Jules Feiffer consigue capturar con acierto la esencia de la creación de Elzie Crisler Segar y a la hora de exponer en pantalla las aventuras de Popeye es notoriamente fiel a las mismas. Más allá de la feliz elección del reparto y el destacable trabajo de los equipos de maquillaje y vestuario el libreto del largometraje consigue ejecutar una aproximación a los personajes que debería agradar a los fans de estos y al público neófito que, de manera un tanto extraña, nunca haya leído o visto alguna de sus historias, ni haya escuchado hablar de ellas. Si antes alabábamos la capacidad de Robert Altman para el slapstick y cierto caos controlado con el que se desarrollan las vivencias de los habitantes de Sweethaven, también es de recibo destacar el timing cómico de Feiffer, su soltura con los gags y la veteranía a la hora de escribir diálogos que delatan los muchos años que se dedicó a la escritura de historietas o tiras de prensa. Otro apartado, este de vital importancia, en el que Popeye funciona durante casi todo su metraje.
Ya hemos dejado entrever que se antoja inevitable cantar las alabanzas al reparto de Popeye. Robin Williams encarna una meritoria contrapartida del marinero aunando en su rol las dos vertientes cómicas del proyecto, la física y la dialogada, marcando el tono para que el resto de sus compañeros hagan lo propio. Paul L. Smith como Brutus, Paul Dooley ofreciendo su voz y físico a Pilón o Ray Walston embutiéndose en los ropajes del Comodoro certifican el buen hacer de los directores de casting al elegir a los actores y la meritoria labor de caracterización que con estos últimos se llevó a cabo. Pero si hay que destacar un caso implacable de mimesis entre actriz y personaje ese es el de Shelley Duvall dando vida a una Olivia que pareciera arrancada directamente de las viñetas o los cortos animados. Después de revisar la película a un servidor se le antoja imposible otra profesional del medio para encarnar a una Olivia que la protagonista de El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980) hace suya mediante la modulación de voz, el lenguaje gestual y una química intachable con el Popeye de Robin Williams al que en no pocas ocasiones devora en pantalla.
La gran pregunta entonces es que si Popeye tiene un guión competente, una dirección encomiable y un trabajo actoral de nota ¿por qué falló y acabó convertida en un fiasco histórico dentro de las adaptaciones de personajes de tebeos al cine en particular y del Hollywood de los primeros 80 en general?. Para el que suscribe esa gran carencia que arrastra por el suelo gran parte de las virtudes del proyecto es sin lugar a dudas su naturaleza musical, la misma por la que nació como producto cinematográfico y que tan bien funcionaba en animación. Más allá de que en ocasiones las canciones y escuetas coreografías de baile ralentizan el buen discurrir del guión, es de recibo mencionar que la mayoría de ellas se mueven entre lo mediocre y lo terrible. Esa encantadora Sweethaven que abre el film es sólo un espejismo, ya que el resto de temas compuestos por un Harry Nilson en horas muy bajas confirman que Popeye necesitaba un mejor trabajo melódico o directamente no haber sido un musical. Si cortes como I’m Mean o I Yam What I Yam son flojos, otros como He Needs Me se revelan directamente como insoportables y la mayor flaqueza de la película de Robert Altman.
Desde esta entrada un servidor recomienda recuperar y revalorizar en su justa medida una pieza como este Popeye de 1980 que si bien es un proyecto fallido como musical, en lo referido a ser una divertida comedia, una producción vistosa en todos los aspectos, un desfile de actores cómodos dando vida a los personajes en los que se inspiran y una adaptación de las historietas creadas por Elzie Crisler Segar hace casi cien años logra su cometido. A pesar de ese gran fallo en el que hemos incidido menoscabando la labor conjunta de un grupo de profesionales que hizo todo lo posible por estar a la altura de las circunstancias la película de Robert Altman no debería caer en el olvido y sería conveniente recuperarla ocasionalmente aunque sólo sea para admirarla como una rara avis tanto en los géneros a los que se adscribe como en la filmografía de su director. A estas alturas se antoja raro que con el boom de iconos de la viñeta asaltando nuestras carteleras Paramont Pictures no se haya decidido todavía a realizar un reboot protagonizado por el marinero más conocido del mundo de la viñeta y la animación catódica. Sólo el tiempo nos dirá si lo volveremos a ver lucir músculos tatuados, pipa y lata de espinacas en pantalla grande.
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