Javier Vázquez Delgado recomienda: Éramos el enemigo, de George Takei, Justin Eisinger, Steve Scott y Harmony Becker
Edición original: They Called Us Enemy USA (IDW-Top Shelf, 2019)
Edición nacional/España: Planeta Cómic, 2021
Guion: George Takei, Justin Eisinger, Steve Scott
Dibujo: HArmony Becker
Traducción: Víctor Manuel García de Isusi
Formato: Cartoné. 232 páginas. 25,00 €
El pecado de ser diferente
La historia tiene una característica muy particular, y es que siempre puede sorprenderte. Las interacciones de los miles de millones de personas que han pululado por nuestro planeta durante los miles de años que llevamos moldeando su superficie han dado y siguen dando lugar a una infinidad de hechos, anécdotas y relatos que conforman un infinito tapiz del que nunca llegamos a conocer todos sus detalles. Y esto, por desgracia, incluye también nuestros peores momentos. La injusticia y la discriminación han sido siempre un eje inamovible de la historia de nuestra especie y las naciones que la componen, y eso da lugar a que constantemente, de la mano de una nueva película o un nuevo libro, descubramos otro momento de la historia más, en algún lugar del globo, en el que un grupo de seres humanos maltrató a otro grupo de seres humanos por las más variopintas razones. Razones que siempre se sostienen sobre dos pilares: el miedo y el odio.
Hay historias sobre la injusticia especialmente conocidas, que todos recordamos con viveza y a las que nos es imposible no referirnos en cantidad de ocasiones. Momentos bochornosos de la historia del ser humano que están grabados en la memoria de la mayor parte de la sociedad, y que lo están normalmente gracias al arte. El Holocausto judío, la persecución de infieles por la Inquisición o la segregación racial en Estados Unidos son algunos ejemplos de historias que, relatadas una y otra vez por los artistas, están presentes en nuestra conciencia como las injusticias vox populi. Y probablemente sea Estados Unidos el lugar más mainstream de todos, la nación de la que más episodios lamentables conozcamos gracias a su imparable producción cultural, que con mucha probabilidad sea la más consumida en Occidente, si no en el mundo entero. Y aun así, incluso en la tierra de las barras y estrellas, podemos seguir descubriendo historias que no tanta gente conoce y que todos deberíamos recordar. La que vivió George Takei es una de esas historias.
Mucha gente conocerá a George Takei por su inolvidable papel como Hikaru Sulu en la serie original de Star Trek. A bordo de la Enterprise, el actor estadounidense se ganó un hueco en el corazón de los espectadores que le permitió alcanzar el estrellato y aprovechar su altavoz para involucrarse en el activismo social defendiendo y concienciando sobre distintas causas. La discriminación racial es una de ellas, y es fácil entender por qué cuando uno conoce su infancia.
Takei nació en 1937 en Los Angeles, fruto del matrimonio entre Takekuma Takei, un ciudadano japonés emigrado a Estado Unidos en su adolescencia, y Fumiko Nakamura, una mujer de ascendencia japonesa nacida en California pero criada según las tradiciones niponas. La historia del matrimonio era una más dentro de la utopía yanqui, la de dos ciudadanos haciéndose un hueco en el país de la libertad y prosperando gracias a su trabajo y su esfuerzo. Pero entonces sucedió algo: el 7 de diciembre de 1941, el ejército japonés bombardeó Pearl Harbour, disparando la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Una guerra que se libraría a ambos lados de los océanos, pero también en su propio suelo. El 19 de febrero de 1942, el presidente Franklin D. Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, la cual declaraba la Costa Oeste del país como zona militar y ordenaba el internamiento de todo ciudadano de ascendencia japonesa de ese territorio en campos de concentración diseminados por el suelo estadounidense. Así, y de un día para otro, los Takei perdieron prácticamente todo lo que tenían y vieron cómo su apacible vida junto a tres hijos pequeños daba paso a cuatro largos años durante los cuales vivieron como prisioneros.
Éramos el enemigo es el relato de esa vida. Desde su posición como activista, George Takei lleva muchos años transmitiendo este sonrojante pedazo del pasado de Estados Unidos en forma de charlas, entrevistas, artículos e incluso una obra de teatro en Broadway. Sin embargo, según comenta en las propias notas de la obra, “sigue siendo habitual encontrarme con personas -muchas de ellas con una buena formación- que se asombran al descubrir que algo así sucedió en su país”. Eso llevó al actor a buscar una nueva forma de contar su historia que alcanzara al mayor público posible. Y por supuesto, qué mejor que un cómic. Takei llamó entonces a la puerta de Top Shelf (sello que a día de hoy pertenece a IDW Publishing) y comenzó a trabajar en su historia junto a Justin Eisinger, editor de la editorial. Al equipo se sumó Steve Scott, con experiencia en Archie Comics, para dar forma al relato de Takei y trasladarlo a las viñetas. Un proceso que encontraría su último eslabón en Harmony Becker, artista de carrera incipiente de la que pronto veremos una primera obra como autora completa de la mano de First Second. Finalmente, la obra saldría a la venta en 2019, para verse acompañada posteriormente de una versión ampliada y una edición en castellano para hispanohablantes. No sería finalmente hasta este 2021 cuando nos llegaría a nuestro país de la mano de Planeta, con su propia traducción de la obra.
Sin duda, se puede calificar a Éramos el enemigo como un éxito rotundo de sus creadores. Como os podréis imaginar, la obra ha recogido una lista interminable de galardones, entre los que destaca un Eisner a Mejor obra basada en hechos reales, pero eso sería reducirlo al aspecto más materialista. Éramos el enemigo es un éxito rotundo porque es, sencillamente, una obra magnífica. Con una narración limpia y sosegada, el equipo creativo logra una mezcla peculiar: Takei nos cuenta su vida con la tranquilidad y el aplomo de un abuelo hablándole a sus nietos, pero a la vez consigue mantener a la perfección la ingenuidad y la luminosidad del niño que era cuando todo aquello sucedió. Así, mientras que por un lado la obra mantiene una narración documentada y llena de información detallada sobre los distintos eventos que condujeron a aquella situación, las sucesiones de datos, fechas y lugares se intercalan con las anécdotas de Takei como niño y su recuerdo de las sensaciones y las emociones que le acompañaron durante una etapa de su vida durante la cual nunca llegó a ser consciente de que el país en el que nació lo había declarado enemigo del estado y lo había encerrado tras una valla de alambre.
La obra, dentro de su dureza, mantiene un tono de concordia y de esperanza muy marcado, y esto es gracias tanto al dibujo como a la propia postura de Takei. En lo que respecta al arte, la decisión de contar con Harmony Becker resulta un acierto por cómo su estilo acompaña al espíritu de la obra. El trazo de Becker es limpio, con un estilo amigable y reconfortante que nos puede recordar al de la ilustración infantil. Esta aproximación a la obra permite remarcar ese aspecto de cuento, fiel a la ingenuidad del niño que la protagoniza, y compenetrarse con la postura de Takei a la hora de abordar su historia. Porque el actor narra la injusticia que vivió su familia con seriedad, pero no con rabia. Nos cuenta que en su juventud convivió con un profundo rencor hacia su país, pero cuando aborda su relato a día de hoy lo hace desde una posición de concordia, no con la furia de un corazón ardiente que se siente ultrajado, sino con el sosiego de un corazón anciano que nos da una reprimenda para recordarnos lo que sucedió y por qué no debe volver a ocurrir. Resulta encomiable cómo Takei decide quedarse con las luces de su nación. El actor y activista es plenamente consciente del historial virulento de racismo que puebla las páginas de la historia de Estados Unidos, pero prefiere quedarse con los pasos dados hacia delante, con que sin ir más lejos él, un niño al que encerraron solo por su etnia, pueda contar su historia en los medios, en Broadway, o incluso en un discurso dentro de la casa en la que vivió el presidente que mandó convertirlo en prisionero.
Éramos el enemigo es una obra sobre el pasado que habla del presente. Habla del racismo, de cómo utilizamos lo que nos hace diferentes para tender barreras y mantener alejados a aquellos que no son como nosotros. El miedo como motor del mundo, el odio como destructor de puentes. Porque desgraciadamente, resulta mucho más sencillo llamar enemigos a los que tienen otro color de piel, otra lengua u otra religión que tratar de conocer a cada individuo. Eso sería demasiado trabajo.
Lo mejor
• La importancia de lo que nos cuenta. Es una obra para leer en los colegios.
• El equilibrio entre denuncia y concordia del discurso de Takei.
Lo peor
• Que leyendo algo que pasó hace 80 años podamos ver reflejado el presente.
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