Javier Vázquez Delgado recomienda: Azimut. Integral, de Wilfrid Lupano y Jean-Baptiste Andréae
Edición original: Azimut: 1. Les Aventuriers du temps perdu (Mayo de 2012), 2. Que la belle meure (Enero de 2014), 3. Les anthropotames du Nihil (Enero de 2016), 4. Nuées noires, voile blanc (enero de 2018), 5. Derniers frimas de l’hiver (noviembre de 2019)
Edición nacional/España: Azimut. Integral (Ponent Mon, abril de 2021)
Guion: Wilfrid Lupano
Dibujo: Jean-Baptiste Andréae
Traducción: Fabián Rodríguez Piastri
Formato: Cartoné. 248 páginas. 44€
Moverse sin rumbo otorga un rumbo
“Hemos perdido el norte.
(…)
Pero… pero… ¡El norte no se puede perder!
Bueno, se pierde el tiempo, ¿por qué no el norte?”
Retorcer conceptos siempre ha sido algo muy manido por la ficción, desde la antigua filosofía griega hasta Lewis Carroll o Terry Pratchett, las ideas concretas se han estirado hasta deformarse para convertirse en nuevas, en una manera original de verlo, una singular perspectiva que en muchos casos significaba retorcer hasta la propia mirada. Esto ha merecido las alabanzas de muchos artistas, que encontraron en las nuevas visiones la posibilidad de explorar conceptos desconocidos hasta la fecha. Sin embargo en la mayoría de esos casos el estiramiento del chicle conceptual es tal que acaba por no resistir, rompiéndose y dejando la narración colgada de sus propias pretensiones. Eso sucede, normalmente, cuando la verosimilitud de lo planteado no está acorde con el mundo expuesto. En Azimut estiran el chicle y de qué manera, veamos si aguanta la tensión ejercida o si por el contrario termina por partirse.
Wilfrid Lupano nació el 26 de septiembre de 1971 en Nantes Francia. Después de una licenciatura en literatura, así como un año en filosofía en la Sorbona, obtuvo una licenciatura en inglés. En uno de los bares en los que trabajó para pagar sus estudios, conoció a Roland Pignault y Fred Campoy, con quienes hizo su debut como guionista, desarrollando con ellos un personaje de la serie animada Little Big Joe. Tiene casi 60 álbumes a sus espaldas, entre los que podemos nombrar el cómic El Mono de Hartlepool (Delcourt, 2012), o las series Los viejos hornos (Dargaud, 2014-2020), Alim, el Curtidor (Delcourt, 2004-2012), o su exitosa serie infantil Le Loup en Slip (Dargaud, 2016-2020), cuyas ventas acumuladas de las dos primeras entregas a finales de 2018, las representaron 110.000 copias. También cuenta con varios premios que consolidan su calidad en cuanto a reconocimientos se refiere, con el premio del público del festival de Angoulême 2015 por la primera entrega de Los viejos hornos, o el premio de la BD Fnac 2015 por Un océan d’amour. Pese a todo Se niega en Mayo de 2019 a recibir la medalla Chevalier des Arts et Lettres otorgada por el gobierno francés, explicando que estaba “avergonzado” de ella, como protesta por la política migratoria.
Jean-Baptiste Andréae nació el 10 de enero de 1964 en Burdeos, Francia. Estudió en el Lycée Michel Montaigne en Burdeos, en la opción de artes plásticas, y luego en la facultad de artes plásticas de la Universidad de Burdeos en la sección de artes gráficas. Este ilustrador tiene la característica de no utilizar el ordenador en absoluto a la hora de dibujar. Los pinceles y los lápices son sus únicas herramientas de trabajo, según dice. Conoce a Mathieu Gallié con quien colabora en la serie MangeCoeur, iniciada en 1993. En el tercer volumen, el artista utiliza el proceso de color directo en unas pocas páginas. En 1995, este volumen recibió el Premio de la Juventud en el Festival Internacional de Angoulême. En Enero de 1999, las ventas de los tres álbumes representan 15.000 copias. En 1997, el tándem volvió a colaborar, esta vez para Wendigo,(Vents D’ouest, 1998) inspirado en la obra de Jack London. En la siguiente década lleva a cabo las series Terre Mécanique (Casterman, 2002-2009) y The Crab Brotherhood (Delcourt, 2007-2010) de tres álbumes cada una. Hasta 2012 cuando empieza con la serie en la que se evidencia todo su potencial, y la cual hoy traemos aquí, Azimut.
Lo delirante por bandera
En este integral nos cuentan una historia coral en la que aparecen una gran cantidad de personajes, a cada cual más estrambótico. Una mujer muy hermosa que parece encandilar a los reyes y hombres ricos allí por donde va para hacerse con su fortuna, un pintor enamorado perdidamente de dicha mujer, una madre vengativa y ambiciosa, un cazarrecompensas, un conejo muy unido al norte, un anciano que es joven y no, un ser llamado arrebatatiempo y que no es difícil saber a qué se dedica, reyes singulares, dioses elementales, mecánicos y conceptuales, y unos seres nacidos de unas cigüeñas biomecánicas llamados “sogros” con formas de todo tipo, desde un cerdo de hucha hasta un espantapájaros. Todos ellos y muchos más entran a formar parte de una historia sobre el tiempo y el rumbo.
Azimut coge su nombre de un término cartográfico de origen árabe. Acimut del árabe “as-sumut” que es el plural de “as-samt” (la dirección), y que viene a significar literalmente seguir el rumbo. Algo que le viene muy al caso debido a que gran parte de la narración, sobre todo en las primeras entregas, está dedicada a la idea del rumbo tanto vital como espacial, siendo uno de los dos pilares de la historia. Tanto es así que literalmente pierden el Norte, no de la manera que reconocemos esa expresión, sino que el punto cardinal parece haber variado, desaparecido o algo que se descubrirá tras su lectura. La motivación de esa eventualidad tiene algo de infantil, no en el hecho en sí sino en el desarrollo, de alguna manera debido a la falta de espacio para desarrollar mejor ese punto, en el que el amor tiene algo que ver.
Si el rumbo y el espacio son retorcidos como términos en los primeros compases de la obra, no le pasa menos al tiempo cuando avanza la narración. Entramos en una concepción temporal que a veces se deja entrever con una simplificación de la visión que tiene de esa idea el budismo, y que salta a una surrealidad digna de Lewis Carroll, la cual encaja perfectamente con la historia. Quizás esos momentos más puramente fantasiosos, que toman el delirio por bandera, sean los más reseñables de la obra, pues es en ellos cuando la verosimilitud es absoluta dejando que todo entre, y pese a dejar la puerta abierta solo entran cosas de enorme originalidad. Eso es explicado por una especie de monje en el propio cómic, que dice al exponer su filosofía de vida: “El tontao, querido amigo, es el arte ancestral de aportar respuestas fantasiosas y/o estrambóticas a problemas racionales”.
Esta es una obra que planea entre el absurdo y la filosofía blanda, y como tal se habla de verdades universales incognoscibles, como lo es la muerte. Esta idea es una protagonista constante en su amplia gama de significados, ya sea como renacimiento o principio, o como idea terrorífica del final, ya sea de la vida (rumbo) o de una época (tiempo). Sobrevuela toda la obra sin llegar a manifestarse, aunque el personaje del arrebatatiempo sea algo bastante semejante, pero cuando termina la obra se encuentra muy caricaturizado y concretado en otra visión más específica, lo que le inhabilita como representación de ese concepto tan global. Lo que me lleva a la única pega que le podría a esta saga, y es que el final termina de forma muy abrupta, cerrando todas las tramas principales pero dejando demasiadas subtramas colgando. Esto duele más cuando hasta ese momento todo parecía ser espléndido. Pero veía acercarse el final y sentía que en tan poco espacio no se podían condensar tantos cabos, que aun sin estar sueltos, no estaban firmes. Pese a ello, la obra no se resiente debido a que lo que debe terminar lo hace y de forma muy acertada, y quizás esa sensación de que faltaban cosas por contar ocurra cuando uno simplemente no quiere que lo que está consumiendo termine.
Toda la historia está colmada por unos personajes y situaciones que son, en algunos casos de forma más clara que en otros, representaciones de ideas, culturas o simplemente caricaturas de eso mismo, pero sin entrar en lo ofensivo sino en lo satírico. En concreto la herramienta narrativa de los “sogros”, que es muy útil para el buen recorrido de la trama a nivel subtextual, otorga mucha fuerza en el aspecto seductivo de la obra, ya que da la posibilidad, de forma verosímil, de que aparezcan toda clase de personajes sin importar su aspecto. Cada uno de esos personajes cobra gran atractivo tanto por su esencia narrativa, muy acorde con lo que se cuenta, como por uno de los grandes reclamos de esta obra, su apabullante dibujo.
El apartado gráfico de este trabajo se alza a una gran altura para levantar a su vez a la narración que acompaña. Su trazo es delicado pero preciso, definiendo contornos a la perfección, algo que visto lo delirante de alguno de los personajes o las situaciones, el lector agradece. En cuanto al color nos hallamos ante un saber hacer total, bailando con la paleta de colores, sin pasarse en ningún momento de tenebrosidad o de pomposidad. La gama cromática va siempre acorde con lo que la historia requiere, haciendo del dibujo el protagonista de la página hasta que uno la lee y ve su función narrativa, si uno la busca, claro. Las acuarelas se conciben con tanta delicadeza como los trazos que las envuelven, y hacen del conjunto una obra de arte en apariencia frágil, pero consistente como pocas. Hay que reconocer que el hecho de que Jean-Baptiste Andréae haga todo el trabajo manual, sin ningún efecto digital, hace del acabado algo con presencia artesanal, como si las viñetas fueran lienzos.
Un desvarío muy agradable
El chicle conceptual del que hablaba al principio de la reseña se estira en esta historia y de qué manera, pero sin duda alguna no llega a romperse, incluso se diría que podría haber forzado algo más la tensión para terminar de cerrar la historia de cada uno de los personajes secundarios. Aunque sin duda alguna es una historia con un cierre muy acertado para sus protagonistas y no exento de originalidad.
Siempre se habla de lo caricaturesco, o lo exagerado, como algo peyorativo, cuando lo es simplemente en el momento en el que no se sabe hacer uso de ello. La idea de la ficción transforma la realidad para llevarla a un lugar genuino, y por tanto se hace una caricatura de esa misma realidad, la diferencia reside en la manera de hacerlo. En Azimut se hace, pero con clase y acierto.
Lo mejor
• Retorcer los conceptos sin romperlos haciendo uso de los elemento surrealistas que complementan la historia a la perfección.
• La gran cantidad de personajes y su inusitada individualidad, logrando que se diferencien a la perfección y que no se solapen en esencia ni en personalidad o carácter.
• El dibujo, de gran delicadeza pero mucha consistencia, y que lo convierte en el gran reclamo de la obra para el público que busca el componente gráfico como principal elemento a la hora de hacerse con un cómic.
Lo peor
• El final que parece estar terminado de forma apresurada, y hubiese necesitado de unas cuantas páginas más para poder coronarse en las subtramas tanto como en la trama central.
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